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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El genio de la botella

LA CRISIS del PCE, al igual que esos genios malignos en cerrados en una botella que, al evadirse de su largo cautiverio, multiplican los destrozos, está desbordando sus cauces iniciales y comienza a ramificarse y extenderse de forma imprevisible. El equilibrio inestable, pero dinámico, entre los diferentes grupos y tendencias del comunismo español, inteligentemente conducido por Santiago Carrillo durante la última etapa de la clandestinidad y el comienzo de la transición, está en camino de ser sustituido por un monolitismo estático. El proyecto eurocomunista ha tratado de combinar las tradiciones revolucionarias con las corrientes democráticas, los hábitos centralizadores con las autonomías periféricas, el apego emocional a la Unión Soviética con el distanciamiento crítico respecto al socialismo real, la jerarquización del aparato con el respeto a las minorías, la militancia de los obreros industriales y los braceros agrícolas con la adhesión de los profesionales e intelectuales, la matriz ideológica del marxismo con otras formas de entender o de sentir la realidad (entre ellas, el cristianismo). La simple enumeración de los diversos elementos a conciliar, que se entrecruzan entre sí en distintas fórmulas combinatorias, basta para comprender la magnitud del desafío y para valorar los esfuerzos realizados para afrontarlo. Tal vez el carácter social y culturalmente contradictorio de la militancia y el electorado comunista, mezcla de capas atrasadas y segmentos modernizados, de asalariados manuales y de trabajadores del sector terciario, de veteranos que se apoyaron en unos pocos dogmas -la infalibilidad de la Unión Soviética, el canon del marxismo-leninismo y la sacralización del partido- para sobrevivir a la cárcel o el exilio y de jóvenes críticos, resultara, sin embargo, un reto excesivo para esa tarea de síntesis.

Hasta 1981, las dificultades de ese proyecto, a la vez conservador y renovador, habían sido orilladas o sobre llevadas con cierto éxito, pese a que los resultados electorales permanecieron muy por debajo de las iniciales expectativas comunistas. El brusco estallido en cadena de esas contradicciones -prosoviéticos contra eurocomunistas, centralistas contra federalistas, oficialistas contra renovadores, veteranos contra jóvenes, funcionarios del aparato contra titulares de cargos públicos- tiene causas múltiples y complejas. La crisis se inició con el Congreso del PSUC, afloró con las bajas voluntarias de militantes y dirigentes (entre otros, Eugenio Triana y Ramón Tamames), mostró su vigor en el X Congreso del PCE, se intensificó con la expulsión del sector mayoritarío del EPK, ha proseguido con la disolución desde arriba de varios comités locales y provinciales, se ha agravado con la purga de seis miembros del Comité Central, se ha ampliado con las protestas de algunas organizaciones provinciales contra las sanciones y se refleja incluso en las discrepancias dentro de la propia dirección comunista, a propósito de las medidas depuradoras.

Dado que la crisis tiene lugar en el interior del PCE, organización voluntaria tanto para los militantes como para los electores, el análisis y la crítica sólo pueden realizarse desde fuera. Ahora bien, la decisión de expulsar de la organización y destituir de sus cargos públicos a los concejales del Ayuntamiento de Madrid -y probablemente de otros municipios-, culpables de haber expresado su simpatía hacia los discrepantes vascos, se sale del círculo mágico de la vida partidista para irrumpir negativamente en el funcionamiento del sistema democrático. A esos cinco concejales sus depuradores no les han formulado ni una sóla crítica por su trabajo en el Ayuntamiento madrileño. De otro lado, la gestión de Eduardo Mangada, Martín Palacín, Cristina Almeida y sus compañeros han recibido el elogio del equipo de Gobierno socialista y el respeto de los concejales centristas.

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Para mayor gravedad, el PCE se ha lanzado a un engorroso trámite no sólo para expulsar a los cinco concejales reprobados, sino también para evitar que les sustituyan en sus cargos aquellos candidatos con derecho a hacerlo por el lugar que ocupan en las listas votadas en 1979, que resulten sospechosos de simpatizar con los disidentes. De esta forma, el tiempo necesario para que sea firme la expulsión de los titulares y para realizar la purga preventiva de sus indeseados reemplazantes puede prolongar durante varias semanas la crisis en el Ayuntamiento madrileño. Es cierto que la posición hegemonica del PSOE en la Corporación municipal permitirá amortiguar o reducir al mínimo las negativas consecuencias para los vecinos madrileños de esa sorda lucha intestina del PCE. ¿Pero qué ocurriría si llegara a producirse una situación semejante en un ayuntamiento en el que los comunistas fueran mayoritarios? ¿Tendrían que pagar los ciudadanos los platos rotos en la pelea? ¿Qué confianza podría depositar el electorado en una candidatura bloqueada y cerrada, cuya estabilidad al frente del ayuntamiento no dependiera de su capacidad para desempeñar los cargos, sino de sus opiniones sobre la izquierda vasca, la invasión de Afganistán o la caída de la tasa de ganancia y de los caprichos o rabietas de la omnipotente cúpula dirigente de su partido?

No sabemos cuál puede ser la solución a ese complicado problema, pero es seguro que el actual sistema electoral tiene que ser modificado sustancialmente a fin de que los derechos de los ciudadanos prevalezcan sobre los cambios de humor de las direcciones de los partidos, y de que un cargo electo sólo pueda ser destituido de sus funciones por faltas o errores cometidos en el desempeño de su gestión pública.

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