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La justicia, ¿se mueve?

Para quienes desde una u otra posición dedicamos nuestro quehacer a la justicia, es más frecuente y más abrumador cada día escuchar quejas y dudas acerca de la eficacia de la justicia española, quizá hoy más solicitada que en otros tiempos. No cabe duda de que, para el justiciable, para el ciudadano, en una concepción quizá simplista, pero a la que no puede negarse su inmediación y realismo, la justicia es el juzgado, la magistratura y el tribunal al que acude o ante el que es llamado, olvidando muchas veces que detrás de todo ello, o antes, según se quiera ver, existen unas leyes que condicionan su actuación, como la condicionan sus medios materiales y la estructura de la propia organización judicial.

En este orden de hechos merece un cerrado aplauso de la sociedad española la idea de confeccionar la Memoria sobre el Estado y actividades de la justicia, llamado Libro Blanco de la justicia española, remitido a las Cortes Generales y al Gobierno el pasado mes de mayo. Y merece todo el aplauso porque representa una autocrítica, una denuncia desde dentro, a lo que nos tienen acostumbrados, ciertamente, las esferas de poder de la nación, y porque ya iba siendo hora de que alguien le explicara al ciudadano español por qué resulta tan lenta y cara y, por tanto, pobremente eficaz, la justicia en nuestro país. Había que decir -denunciar mej or, en este caso- que la justicia en Espaiiía,está en una situación de abandono por la sociedad o por quienes ejercen el poder, que eso no está muy claro, o que, en el mejor de los casos, no se le han prestado las atenciones que se han dispensado en mayor o menor grado a los poderes legislativo y ejecutivo. No puede existir democracia, no puede existir siquiera Estado de derecho, si no existe una justicia independiente; pero, sobre todo, eficaz, o lo que, es lo mismo, ágil e inmediata. Inmediata porque la justicia que llega tarde, o no satisface y por tanto se queda en unas meras declaraciones, o no puede llevarse a término en la práctica. No se trata tanto de que nuestros tribunales dicten sentencias, resuelvan, apliquen las normas o formulen principios técnicos, sino de que satisfagan, porque no puede olvidarse que la justicia que meramente queda plasmada en unos documentos oficiales a cuyo destinatario final -no se olvide que es el justiciable y no el derecho- ni satisface ni sirve, bien merece la calificación de justicia inútil, lujo que no puede permitirse ninguna sociedad en progreso o que pretenda basarse en el postulado de «justicia para todos».

Dijo en una ocasión José Luis de los Mozos que es el derecho el que ha de adaptarse a la vida, y no a la inversa. Y ello es y debe ser así, pese a que la práctica diaria pueda parecer indicar todo lo contrario. Por ello que sean plausibles esas corrientes doctrinales que pugnan por hacer llegar la justlcia a aquellos rincones protegidos por el rigorismo formulario y que sean rechazables, en cambio, por sus propios fundamentos aquellas que, aun sirviendo a la estricta técnica y puridad legal, se quedan en la intemporalidad de las leyes, sin hacerlas descender a los problemas cotidianos que esas mismas leyes debían de resolver. La vida exige soluciones concretas y efectivas. En la medida en que la justicia sepa dárselas estará más en contacto con ella y se realizará más.

Claro está que el derecho de defensa, la exigencia de que nadie pueda ser condenado sin ser previamente oído, comporta un tecnicismo y, por tanto, una complejidad que añade dilación a la acción de la justicia. No son precisamente de ahoja, pese a que puedan tenei vigencia, los aforismos romanos «summum in lite malum, quod ab una mille creantur» («lo malo de un pleito es que de uno salen mil») o aquel que prevenía «multum lucratur qui a lite discedit» («mucho se beneficia quien evita el pleito»). Ninguna sociedad moderna puede permitirse el lujo de que estos aforismos tengan aún hoy actualidad.

Es, sin duda, reconfortante para el ciudadano español que el Tribunal Constitucional, en sentencia de 114 de julio del año en curso, demostrando mucha sensibilidad hacia este problema, haya programado, sin condicionante ni duda alguna, que toda dilación indebida en un proceso público entraña vulneración del derecho constitucional de solicitar la tutela efectiva de los tribunales recogida en el artículo 24 de la Constitución española vigente, extendiéndolo incluso a cualquier clase de proceso. Con esa sentencia, que sin duda marca un hito importante en el panorama de la justicia española, se recoge además el análogo derecho contemplado en el artículo 6-1 de la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y su desarrollo casuístico.

Claro está que este nuevo aire de la justicia española no puede rendir frutos materiales si no existen los medios necesarios. Es inconcebible e inadmisible que muchas vulneraciones, no sólo de derechos individuales, sino también de derechos públicos, queden impunes porque el ciudadano, con cierta lógica, se abstenga de impetrar la correspondiente tutela de los tribunales de justicia. Es un verdadero fracaso social que alguien prefiera perder un crédito antes que interponer un pleito, ser violentado física o patrimonialmente antes que presentar una denuncia. Y es un fracaso porque las conductas antisociales quedan así abonadas, y por consiguiente, no es de extrañar que haya quien se sienta inseguro o renuncie a la instalación de empresas y negocios. La seguridad del ciudadano reside, qué duda cabe, en la ley, pero de forma jnmediata en la confianza y satisfacción que los tribunales den al ciudadano.

No hay duda de que el legislativo debe abrir cauces a esa seguridad actualizando la fuerza disuasoria de la legislación. Decía alguien que mientras sea más barato no pagar que pagar, va a haber aludes de ejecutivos, talones impagados, incumplimientos. Lo grave es que, desde una óptica práctica, ello puede ser así y, por ello, mientras no existan mayores protecciones jurídicas, nada puede cambiar, por ejemplo, en el preocupante mundo mercantil. Esto está claro. Lo que no está claro es quién y por qué razón se mantiene la actual situación, fruto de otra época de grandes éxitos aparentes cuyas alegres aguas, qué duda cabe, han traído hoy estos Iodos. Con la idea de la reconversión industrial parece haberle llegado su hora a la política económica. Bueno sería que al mundo de la justicia, que ha de servir a la sociedad española en esta época difícil donde el hacer sin haber va a convertirse en un reto y una medida de la capacidad individual y colectiva, le llegue también su hora. Desde fuera, pero también desde dentro, como primera consecuencia del formidable paso rompedor de antiguos y mal entendidos estaticismos que representa el Libro Blanco.

La justicia española debe tomar conciencia de que es absolutamente necesario seguir adelante después de ese primer valiente y decidido paso.

es abogado del Ilustre Colegio de Barcelona.

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