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Continúan la censura y manipulaciones en el doblaje cinematográfico

Las recientes reposiciones de películas en locales comerciales y televisión han puesto de relieve, una vez más, las censuras y manipulaciones a que han estado sometidas las películas dobladas, que han llegado a formar un lenguaje específico. Los clásicos ejemplos de Mogambo, El puente de Waterloo o Las lluvias de Ranchipur son una mínima parte de los pequeños y continuos cambios que sufren las versiones originales al pasar por el doblaje, desde los años cuarenta.

Todo empezó en 1941, cuando se dispuso que sólo podía hablarse y oírse el castellano. Ninguna otra lengua, extranjera o española, sería aplicable al cine, como tampoco lo era a nombres de establecimientos o personas: «Entre los objetivos concretos de la gran misión hispánica reservados al cine, ninguno más trascendental, ninguno de necesidad más inmediata y apremiante que el de conservar la pureza del idioma castellano en todos los ámbitos del imperio hispánico», decía la revista Primer Plano, portavoz indiscutible de la política oficial cinematográfica de los años cuarenta.El doblaje, pues, impidió que los españoles conocieran las voces originales de los actores y, lo que es aún peor, se enteraran realmente del contenido de muchas películas. Aunque es bien cierto que los subtítulos son también capaces de deformar la realidad de cada texto, la trampa del doblaje es aún más eficaz.

La censura, por tanto, no dudó en utilizarlo: si el caso de Mogambo, donde los componentes de un matrimonio se transforman en hermanos para impedir el pecado de adulterio, fue uno de los más populares, escandalizando y divirtiendo a la vez a los espectadores españoles del momento, otros muchos casos, más ignorados pero igualmente grotescos, salpicaron hasta muy recientemente la exhibición en España de películas extranjeras: no ya sólo el de la transformación profesional que sufrió Vivian Leigh en El puente de Waterloo, pasando de prostituta a actriz, o el obligado matrimonio de Ingrid Bergman en Arco de triunfo, que mientras movía negativamente la cabeza pronunciaba un castellanísimo sí, o la falsa muerte de Michael Rennie en Las lluvias de Ranchipur, que la censura española consideró más justa que la simple herida que recibía en la versión original, para permitir así que su adúltera esposa, Lana Turner, pecara menos.

Se trata, sobre todo, de la cantidad de pequeñas pero trascendentes manipulaciones sufridas en casi todas las películas, dobladas de forma que se haya llegado incluso a la creación de un lenguaje típicamente cinematográfico que nada tiene que ver con la realidad de los españoles que se expresan en castellano.

Auténticos artistas

La experiencia de los años convirtió a los censores en auténticos artistas, sobre cuya creatividad habrá que hablar elogiosamente en algún momento: despreciaron olímpicamente la lógica de los guionistas, la fuerza de unos diálogos laboriosamente trabajados, la importancia de secuencias y acontecimientos que daban a las películas todo su sentido.

Los censores, con una técnica depuradísima, hicieron de cualquier película extranjera una apología del sistema político español y de sus más que conocidos valores morales. Por su parte, los actores de doblaje, auspiciados por este sistema y partícipes, por tanto, de tan sabrosa industria, continuaron la inventiva, de los censores en un sistema de trabajo (aún vigente) que les hace prestar sus voces a unos personajes que ignoran.

Todo este mecanismo ha diferenciado, una vez más, a España de los demás países europeos donde también se utiliza el doblaje. Es frecuente en esos -pocos- países donde el doblaje impera que los distribuidores ofrezcan a la vez una copia subtitulada para que cada espectador elija la versión que corresponde a sus gustos.

Aquí, en cambio, no. Incluso, como ya se ha comentado, la picaresca de muchos distribuidores hace que aquellas viejas películas dobladas bajo el imperio de la censura vuelvan ahora a las pantallas españolas sin la necesaria puesta al día. Mogambo, sí: fue corregida hace unos años y repuesta cada verano con su adulterio original incluido. Pero es más frecuente, sin embargo, que la comodidad, la inercia o el simple ahorro de un nuevo doblaje resucite la vieja censura, aunque los precios de taquilla respondan a épocas democráticas.

Ocurre otro tanto con las películas que se emiten en televisión, que no tienen muchas veces el detalle de corregir los errores pasados, aunque fuera sólo en subtitular las canciones de películas musicales cuya letra es básica para la comprensión de la historia. El astuto ahorro que en su día hicieron los distribuidores, considerando que al público no le interesaba la película por la que había pagado su entrada, se prolonga ahora ante una audiencia considerable que no tiene más opción que la de consumir el producto tal y como se le ofrece.

La censura del doblaje, pues, no ha muerto. Irrecuperables son ya las películas españolas tergiversadas por las versiones impuestas por los censores; pero no puede decirse lo mismo de esas películas extranjeras que nos siguen llegando hoy con las mismas limitaciones, con el mismo espíritu represivo que hizo de este país el más castigado de Europa occidental. Donde antes había siempre prohibición, ahora hay pereza, oportunismo o falta de imaginación: el resultado, para el espectador cinematográfico, es el mismo.

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