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En elcentenario de Telemann

A veces, las cítas implícitas nos evocan todo un ambiente, y tirando de aquí y de allá surge el cuadro completo. En los primeros capítulos de Los Buddenbrook, de Thomas Mann, se nos muestra la figura del ya viejo cónsul, gran señor del comercio de granos. Sigue vistiendo a la moda rococó, ha conocido París e Italia, practica una ritual y sua ve religiosidad, vive en Lubeck, pero pendiente de Hamburgo; mezcla continuamente el francés en su conversación, tararea can ciones fáciles, quiere reordenar el parque frondoso en jardín a tiralíneas, amó una vez y vive su segundo matrimonio con la tónica del respeto mutuo, celebra su fiesta con agobiante convite y cuando los invitados van a pasar al gran salón de juego: "¡Después! ' ¡después!... Johan Bud denbrook va a tocar la flauta. ¡Hay que esperar! «Au revoir messieurs». Al atravesar el pórtico, los seis hombres pudieron oír aún las primeras notas de la flauta, acompañadas al armonio por la consulesa: era una delicada melodía, vivaz y graciosa, que se extendía agradablemente por el espacio". He aquí, con cita implícita, el mejor marco, el más exacto para Telemann, para su música de mesa, la más popular y querida.Los musicólogos italianos reivindican el italianismo de Telemann y los franceses defienden su parte. La polémica, culturalmente, no tiene sentido. Las dos influencias se cruzan en amigas: Federico el Grande hablaba en francés, pero tocaba en italiano su flauta. El sueño del viaje en época sin fronteras aparecía doblado: a París para la lengua y el esprit; a Italia, para las estatuas, para el arte.

La influencia francesa, aun sin llegar siempre a Voltaire, endulza, mitiga ese puritanismo, tentación para la gran burguesía -la otra tentación estaba en las preparadas casas de citas- y se pedía al templo la seguridad ordenada del rito y la suavidad del "afecto". Todo esto, con Mann, es el indirecto y seguro retrato de Telemann, cuyas obras para tocadas de sobremesa recorren las ciudades comerciales y llegan hasta Cádiz, la ciudad del buen comercio.

Entre Bach y Haendel, la música abundantísima de Telemann quedó sepultada. Luego, con el romanticismo, con la victoria de la "pasión" sobre el "afecto", con la victoria del clarinete sobre la flauta, no lo olvidemos, más paletadas a la tumba.

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Es verdad que ya a principios de siglo la joven Wanda Landowska llevaba en su clavecín piezas sueltas de Telemann que Madrid oyó en 1905: una "fantasía" comentada brevemente en la nota de programa diciendo "que el nombre de Telemann no tiene más ínterés que el histórico". Madrid no era excepción en esto. Romain Rolland, que bien merecía un homenaje ahora, alzó con pasión y conocimiento la figura de Telemann, contento con su música, pero no menos con la gracia culta de su autobiografía, donde está el resumen del inmenso catálogo. Pero siguió el silencio. Algo nos aproximó a su "música pictórica" la pasión quijotesca del que fue nuestro decano, el buenísimo Víctor Espinos, estudioso puntual del Quijote, de Telemann; pero ¿cómo podían luchar la gracia y los suspiros, el "afectuoso" Telemann con el monumental Don Quijote, de Richard Strauss? Los poemas sinfónicos quijotescos de Esplá, de Guridi, de Gombau, caminaban entre el esplendor de la gran orquesta, y El Retablo, de Falla, tenía genialidad aparte.

Hoy, sí; hoy, sí: el concierto y el disco, la investigación que deja su poso en los diccionarios, ha hecho extensa y familiar la figura. Pero, sobre todo, la dulce moda de la flauta también dulce, el manejo feliz por Telemann de ésa y de la otra. Tanto que el mensaje desde la academia al conservatorio fue cariñosamente oído, y la nueva cátedra de Mariano Martín tuvo y tiene más que repleta su matrícula. ¡La flauta del cónsul Buddenbrook! Y hasta el armonio de la consulesa quiere ser imitado. Yo me inventé, y creo que tenía razón, una especial clasificación de los instrumentos, según su mayor o menor acoplamiento al cuerpo humano. Hasta la fabricación en serie, la demanda de los nobles y de los ricos exigía en tamaño, adorno y mueble esa señalada juntura.

La flauta no necesitaba eso, si bien podía ser de oro y joya el estuche. Sin estrépito, con un virtuosismo deliciosamente lúdico, haciendo del soplo transfiguración del beso, las dos flautas, pero sobre todo la dulce, cumplen función más allá y más acá del concierto: llenar la soledad de la noche cuando el pájaro ya no canta. Bendita moda entre los jóvenes.

Juan Ramón, que veía la flauta como pájaro en rama, que la soñó distinta con una gavota de Gluck, hubiera cantado como nadie este renacimiento y esta bendita moda.

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