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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Lo útil y lo bello

Decía Ortega -que vuelve a estar de moda- en su Meditación de la técnica, que la vida humana no es sólo lucha con la materia, sino también lucha del hombre con su alma. Ortega, -hombre que no se sentía «moderno», sino «muy siglo XX», a quien le preocupaba muy mucho la distinción entre «tecnicismo» y «ciencia verdadera»-, plantea así un problema que todavía ahora en una sociedad que parece, en sus manifestaciones más supuestamente avanzadas, haber rebasado cualquier previsión de desarrollo, sigue siendo capital. Es más, que se constituye como el problema, como la base para cualquier disgresión en torno al papel de la técnica. Ese problema no es otro que el de la humanización de las realizaciones de la ciencia, el de la conservación del rostro humano en las obras del hombre tentadas por la mera funcionalidad.Creo que son dos las direcciones en que pueden ejemplarizarse las implicaciones de la dialéctica funcionalidad estética en el terreno de las obras públicas: la recuperación de aquello que fue, es y seguirá uniendo la utilidad a la belleza, y el planteamiento riguroso, en tales términos, de cualquier realización nueva. Pero ambas cosas, naturalmente, en una conveniente relación de paridad. No se trata de tirar nada hermoso -por descontado-, pero tampoco debe tratarse de no atreverse a proponer soluciones nuevas. No quiero decir, naturalmente, que las nuevas realizaciones en el espacio de las viejas hagan olvidar las piedras que allí estuvieron antes, sino que al afán por conservar debe unirse el deseo por crear, por asumir el presente, por ser modernos para, así, poder llegar a ser clásicos.

Se está en el camino. Pensar que en este país tenemos a técnicos -a ingenieros en este casoque estudian -como don Carlos Fernánder Casado- los acueductos romanos en España, o que encargan -como José Antonio

Fernández Ordóñez- la barandilla de uno de sus puentes a artistas como Eusebio Sempere, me parece tan ejemplar como aleccionador. Quiero decir que en un país en el que el afán destructor ha superado demasiadas veces al respeto por un pasado siempre actual, el hecho deencontrarnos con realizaciones que saben ser modernas, sobre todo, porque son profundamente humanas, no deja de resultar satisfactorio. Que aquellos proyectos -que hoy son ejemplo claro de inteligencia- de Arturo Soria o de Ildefonso Cerdá siguen siendo, al paso de los años, realizaciones perfectamente imitables, me parece una muestra clara de lo que el interés por el hombre debe significar aún en ese conjunto de proyectos para vivir mejor que llamamos obras públicas.

Odio, a una época demasiado perfecta y destructiva

Hace algunos días, en otro lugar de este periódico, se nos recoÍdaba la frase terrible de Saint-Exupéry: odio mi época. Nada tan tremendo, pero -si analizamos tantas cosas- nada tan lógico. El odio hacia una época que ha asolado de cadáveres los campos de Europa, que ha creado los más sofisticados sistemás de destrucción, que ha ensu ciado los más sofisticados sistemas de destrucción, que ha ensuciado el aire hasta extremos difícilmente soportables, que no ha resuelto problemas como los de la vivienda o la energía, que ,oscila siempre entre la violencia y la desigualdad, parece lo más lógico para quien debe padeCerlo son las solas armas de la reflexión sin esperanza. Para quien ha debido responsabilizarse de un tema tan importante como es el de las obras públicas, no caben demasiadas alternativas. Lo que ha ,ido mal hecho en épocas pasadas, está ahí, gritando con la misma fuerza con que lo hacen las piedras irresponsablemente destruidas, los paisajes absurdamente devastados, los entornos urbanos desfigurados por la especulación y por ese tan especiál sentido práctico que hacía de lo habitable un mero obstáculo para unas comodidades hipotéticas y, por añadidura, claramente insuficientes ante el paso del tiempo. Quien ha escogido esta tarea difícil o no, pero cuya dificultad, en realidad, sólo a él afectano puede ignorar lo que representa hacerse cargo de una parcela que tanto incide en esa calidad de vida, que, a trancas y barrancas, trata la sociedad española de poner a la altura de esa Europa de la que forma parte.

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No puedo dejar de recordar, en ese sentido, la impresión tan profunda que me han causado dos excelentes exposiciones vistas recientemente en Madrid: la que recogía ejemplos prácticos del constructivismo finlandés y la referida al diseño danés. Ambos casos resultan un ejemplo admirable de la incorporación del arte a la vida diaria, de cómo lo funcional y lo bello no sólo no son conceptos opuestos, sino que representan cuestiones absolutamente complementarias. En el campo de las obras públicas, a la hora de diseñar un puente o una presa, de trazar una carretera, de escoger el lugar por donde ha de pasar una autopista de la máxima circulación, ninguno de esos dos términos pueden ser olvidados. Más aún, el uno dejará de tener sentido sin el otro.

Momento de hacer una declaración de principios

No es el momento ni el lugar para lanzar declaraciones programáticas que, muy probablemente, los lectores de EL PAIS no esperan encontrar en las columnas de opinión. Pero sí creo, sin embargo porque la actualidad (recordemos el caso del puente sobre el Duero como solución para el tráfico rodado en Soría: la llamada «variante Sur») así lo pide-, el momento para hacer una declaración de principio, que, desgraciadamente, todavia puede sonar a música celestial: la única forma de plantear el futuro de las obras públicas en España es la que nace de combinar utilidad y estética. La ingeniería o la arquitectura deben recuperar, en su ejercicio desde la iniciativa pública, toda su entidad humanística. Y más ahora que, afortunadamente, la megalomanía parece una enfermedad erradicada,por los políticos, que la gestión de un ministerio no se mide sólo por la cuantía de sus obras, sino por su entidad cualitativa, que, en resumen, el ejercicio de la Administración consiste solamente en intentar mejorar la vida de los administrados, entre otras cosas, porque ésa es la única razón por la que ellos han escogido unos representantes y no otros.

Bienestar

Decía Ortega -terminemos con él, como empezamos- que la única razón, para modificar la naturaleza reside en el logro del programa vital del hombre, de su felicidad, de su bienestar. Ese bienestar que pasa -que no es otra cosa- para su desarrollo pleno en armonía con el mundo. No destruir, por tanto, sino complementar, no eliminar lo bello, sino conservarlo. No dejar tampoco de crear belleza útil. Asumir el reto de un presente que también posee un lenguaje que el tiempo acabará por hacer clásico. Pero siempre, como quería de la poesía Shelley, transmitiendo la verdad esencial del ser. Ese y no otro es el sentido de la cultura y de nuestra acción como constructores de una parte -las obras públicas lo son- de ella.

Luis Ortiz González es ministro de Obras Públicas y Urbanismo.

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