_
_
_
_
_
Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los bomberos

Erase que se era, mis queridos niños, una bella ciudad del paraíso en la que había un milenario retén de bomberos que salían a apagar todos los fuegos, e incluso habíanapagado o encendido hermosos y crueles fuegos por todo el mundo circunnavegado.Pero tanto tiempo hacía que el glorioso retén de bomberos se ocupaba del fuego, que ya incluso ellos mismos -y, por supuesto, todos los papás y mamás- se habían olvidado de si la misión de los bomberos era apagar fuegos o provocarlos. Digo papás y mamás porque los niños, indudablemente, y llenos de lógica infantil, preferían creer que los bomberos estaban para provocar incendios. Así es como la bella ciudad ardía una o dos veces por siglo, y luego, con las grínipolas y gallardetes de la alegría posterior, de la tranquilidad posterior, de la victoria sobre el fuego, ya nadie se preguntaba si los bomberos habían encendido o apagado aquello. Qué más.daba. En todo caso, el fuego era cosa de los bomberos, mis queridos niños, como el agua era cosa de doña Isabel II, y la lluvia, las maitiadillas del Cantábrico o el anticición de las Azores eran cosas del hombre del tiempo, don Mariano Medina u otro. El calor, por ejemplo, era cosa de los rojos, que organizaban verbenas vecinales en el mes de agosto para repartir entre los niños helados de tres gustos, helados tricolores; cosa, por cierto, que no gu.staba mucho a los bomberos, que siempre habían preferido el helado de fresa y vainilla, por encontrarlo más tradicional y de orden. «Con el helado de tres gustos, que es una frivolidad republicana, los niños pueden llegar a tener indigestión y dolor de tripita», decían los bomberos, siempre paternales y fieros.

Así iban las cosas de felices en aquella ciudad ni alegre ni confiada, mis queridos niños, según esta fábula dominical y apócrifa que os transmito por tradición oral, hasta que un día el legendario retén de bomberos acudió a un fuego que no se sabía quién hubiera podido provocar, pese a las filtraciones parlamentarias y de Prensa (los pirómanos del INI estaban todos haciendo probamente su trabajo por las esquinas verdes del mundo), y he aquí que los bomberos, al mando de uno especialmente decidido y como sepulvedano, en lugar de apagar el fuego, como era su obligación, empezaron a especular sobre la naturaleza del fuego, su virtud purificadora, su origen divino y su «inteligencia sentiente» (estaba de moda el colectivo Xavier Zubiri, un colectivo de siete sabios que escribía libros crasos y profundos, quizá para que los bomberos/Farenheith, que no habían leído a Ray Bradbury, tuviesen algún día algo que quemar). Como tampoco habían leído a Heráclito, de Efeso, que es el mayor poeta de la historia, mis queridos niños, los bomberos del retén no sabían nada sobre la naturaleza metafórica del fuego e incluso creían que podrían bañarse dos veces en el mismo río, que ellos llamaban salvación nacional, y los rojos verbeneros, involución. El fuego crecía y crecía, se poblaba de galgos y podencos de llama, como en esa otra fabulilla que sin duda ya conocéis, mis amados niños, y los bomberos, en vez de apagarlo, seguían teorizando sobre la hoguera, recortando sus perfiles de estrella loca, dirimiento su conducta, condicionando su cronología. Se erigieron, pues, en ideólogos del fuego, olvidando que lo único que hay que hacer con el fuego es apagarlo, mayormente cuando lo ha provocado uno mismo. Sudaban tópicos bajo el casco de bomberos.

Escribían artículos teóricos sobre el fuego con el hacha cortafuegos, que era su pluma estilográfica; utilizaban sus escaleras para trepar a los más levantados tópicos de la Historia Universal del Fuego, que aún no había escrito Borges, y, con las mangueras, regaban de rioja y vegasicilia sus marmitakos, a la hora del almuerzo, en vez de refrescar la sed del personal.

Y no sigo con la fábula, queridos niños, porque hasta el folio se me está prendiendo fuego

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_