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El golpe militar y el golpismo histórico

Una perspectiva fundamental para entender el golpe de Estado del 23 de febrero es ponerlo en conexión con la historia del golpismo militar durante el siglo XIX. En general, la función del golpismo en los países del Tercer Mundo, y muy especial en la España del siglo pasado, ha surgido del deseo de vivir políticamente en democracia bajo las estructuras socioeconómicas poco propicias a ello en una sociedad agraria. La aplicación de esta tesis a nuestra historia explica que desde el primer pronunciamiento militar -el de Rafael de Riego en 1820- hasta el último -el del general Villacampa en 1886- todos tengan un carácter progresista. El Ejército encarna, a lo largo del siglo XIX, los ideales liberales emanados de los núcleos ideológicos más avanzados, siempre que dejemos a un lado la opción dinástica de la rama carlista, colocada en rebeldía desde el primer momento.Pero en el siglo XX el Ejército español cambia de signo. Con la pérdida de las últimas colonias, en 1898, las tensiones internas de una política militar de índole colonial se trasladan a la Península, lo que obliga al Ejército -empujado por un monarca tan conservador como Alfonso XIII- a ejercer una función regresiva de mantenimiento del orden político: en 1909, en 1917, en 1923, y hasta en 1936, fue básicamente así. Un ejército nacional se adiestra y perfecciona en la competencia con otros ejércitos nacionales, pero ocurre que esta oportunidad no se le ha dado últimamente al Ejército español, que no ha participado en ninguna de las guerras mundiales del siglo XX, llevándole a ejercer un papel de gendarme nacional extraño a sus fines específicos de defensa. Esa función regresiva y de mantenimiento del orden público ha sido posible: primero, por el poder y el prestigio adquirido en la situación política anterior, manteniendo durante cuarenta años; segundo, por el ambiente favorable que a una política semejante presentaba la situación internacional europea, donde, a partir de 1921, los fascismos iban adquiriendo carta de naturaleza.

De acuerdo con este análisis, hay que reconocer que el Ejército español se ha convertido en una especie de «fósil viviente»; es la pervivencia de una mentalidad y unas estructuras agrarias y coloniales incrustadas; en medio de una sociedad que ya no lo es. Los indicadores económicos que tenemos señalan claramente la existencia de una sociedad industrial en nuestro país: los 5.000 dólares de renta per cápita y el 81% de la población activa ocupada entre los sectores industrial y servicios son exponentes rotundos que no dejan lugar a ninguna duda. Desde este punto de vista, el Ejército español se ha convertido en un quiste social, residuo sobreviviente de una sociedad agraria en medio de otra que ya es industrial.

Una prueba palpable de lo que decimos es la actitud de la población civil durante el golpe militar del 23 de febrero. Laín Entralgo definió hace unos días en este mismo periódico el pronunciamiento como «un levantamiento armado y local en el que sus promotores actúan con la ciega e irracional esperanza de que, por el simple hecho de pronunciarse, de dar publicidad resonante a sus intenciones, se irán sumando a ellos, como el eco a la voz que lo determina, todos cuantos comulgan con las ideas y los propósitos así pronunciados». Pero este hábito psicosocial, tradicional en el siglo XIX, es el que ha hecho crisis en nuestro tiempo y lo que da carácter tan ridículo al intentado en el pasado febrero. Se ha dicho que ese golpe militar fue una chapuza; la información que tenemos no sólo no lo evidencia, sino que más bien indica todo lo contrarío: que el golpe estuvo muy bien preparado y organizado, y que si falló fue porque a última hora faltaron algunos de los apoyos con los que contaban los golpistas. El dato nuevo fue, sin embargo, la falta de identificación de la población civil con, las intenciones de los sublevados, lo que llevó a los pocos días a lo que algunos periódicos han llamado -porque lo fue- «la manifestación más grande de la historia de España».

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Me parece que en esto la actitud del Rey, conectando con la sensibilidad social de su época y de su pueblo, es enormemente sintomática. Es la primera vez en la historia española de los últimos 150 años que, en una situación similar, un Monarca español no concede el poder político a una junta militar, sino a un Gobierno civil. En este caso, la decisión era más difícil, porque los ministros estaban secuestrados todos en el Parlamento bajo el terror de las metralletas; pero la Corona no lo dudó, y constituyó un Gobierno de subsecretarios. Sin duda es aquí donde está la clave histórica de los sucesos de los últimos días, que inicia -junto a los datos anteriores- un giro irreversible en la historia de España. Esto no quiere decir que no se puedan producir nuevas intentonas golpistas -y hay que estar preparado para ello-, pero la tendencia histórica está clara. El peligro existe, sin embargo, como digo, y hay que precaverse contra él, porque en uno de estos coletazos finales de una tendencia histórica

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periclitada se nos pueden llevar la democracia por delante durante varios años.

En una situación de anacronismo histórico como la que el Ejército español está viviendo, y seguirá viviendo todavía durante bastantes años, nuestra actitud no debe ser de incompresión, intolerancia o desprecio. Hay que entender, ante todo, que la institución castrense está en una crisis muy dura y no debemos aumentarla con actitudes de hostilidad o agresión, sino tratando de establecer necesarios lazos de comunicación y diálogo para lograr que nuestro Ejército se integre en una sociedad del siglo XX y aprenda a pensar con criterios propios de una sociedad industrial en un proceso de cambio irremediable. Y lo primero que habría que hacerles comprender es la inviabilidad de soluciones de fuerza en situaciones que -por su complejidad- exigen más de la habilidad política, del tratamiento psicológico y de técnicas policiales al día que de un simple «ordeno y mando», con todas las implicaciones tremendamente negativas que ello supondría.

Por otro lado, el Ejército debería comprender también las funestas consecuencias que para el resto del país podría tener la implantación de una nueva dictadura militar, desde la hostilidad sistemática de gran parte de la población civil hasta el aislamiento internacional que ello supondría. La tentación involucionista hacia el enclaustramiento y la incomunicación con el exterior -lo que llamaba Ortega «tibetanización» de España- es una constante reiterada en nuestra historia, pero que ahora sería particularmente negativa para nuestro país. A los militares, tan preocupados por los intereses nacionales -lo que ellos llaman el «honor de la patria»-, hay que recordarles el alivio que para algunos países supondría una bancarrota de la democracia en España. Hay numerosos síntomas para poder afirmar sin miedo a equivocarse que el terrorismo vasco se alienta desde otros países, así como que se boicotea nuestra entrada en el Mercado Común. Una democracia sólida, políticamente segura de sí misma y económicamente firme, con el ascendiente que ello supondría sobre los países hispánicos de América, es un peligro para algunos de los que hoy tienen el mando en las palestras internacionales; y al decir esto estoy mirando a uno y otro lado del Atlántico, alternativamente. ¡Cuántos de esos representantes internacionales no se habrán frotado las manos por debajo de la mesa al ver tambalearse nuestra frágil democracia, bajo los bigotes y el tricornio de un guardia civil esperpéntico, mientras hipócritamente hacían votos a la opinión pública para. que el orden democrático se restableciera en nuestro país! A los militares golpistas, o a los complacientes con ellos, habría que pedirles que se mirasen menos el ombligo y que mirasen más las caras risueñas y los guiños de inteligencia de muchos de los que están en el tendido esperando que a la democracia española le coja definitivamente el toro, lo que les quitaría de un golpe -y sin la menor intervención por su parte- de muchas de las pesadillas que ahora les acosan. Pero esto mismo que le pedimos aquí al Ejército habría que pedírselo también al Gobierno y al País Vasco, para que entre todos no inciten las tendencias arraigadas en aquél a través de una tradición de pronunciamientos, tradición que la historia nos exige imperativamente que llegue a su fin.

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