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Una dictadura constituyente

El proyecto de Constitución que mañana votarán los uruguayos, redactado de tal manera que quede institucionalizado el poder omnímodo de las fuerzas armadas del país, supone la culminación de uno de los procesos dictatoriales más siniestros que recuerda la historia latinoamericana. La nueva carta fundamental de Uruguay se asienta sobre los negros cimientos de la represión, el desprecio por las más elementales libertades y la descapitalización humana y material de una nación envidiada, en otro tiempo, por sus tradiciones democráticas.Para entender todo el significado del acto electoral de mañana en Uruguay, es preciso remontarse al principio de la década de los setenta. En esos años se produce la consolidación de la influencia política de los militares, obtenida poco a poco gracias a su papel decisivo en la lucha contra la organización armada Tupamaros. Hasta entonces, las fuerzas armadas uruguayas ostentaban una limpia ejecutoria de respeto al sistema democrático.

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Las últimas elecciones democráticas realizadas en el país se remontan a noviembre de 1971. Compitieron en aquellos comicios los dos partidos que, tradicionalmente, se habían alternado en el poder, el Partido Nacional, o blanco, y el Colorado, más una organización nutrida por disidentes de ambos grupos y personalidades independientes, y dirigida por el general Liber Seregi, que adoptó el nombre de Frente Amplio.

Por escasa diferencia resultó vencedor en las elecciones un rico ganadero, Juan María Bordaberry, miembro del ala más conservadora del Partido Colorado.

Bordaberry llegó al poder gracias al apoyo de los militares, que veían en el candidato colorado la mejor garantía para la continuación de sus acciones represivas, cada día más duras, contra la izquierda armada. Bordaberry, en efecto, fue un complaciente aliado de las fuerzas armadas, cuya influencia fue creciendo de manera constante.

En febrero de 1973, los generales uruguayos tuvieron la primera oportunidad de juzgar su fuerza real. Una decisión del ejecutivo nombrando ministro de Defensa al general Francese provocó la oposición de las tres armas, colocando al presidente en una situación de absoluto desamparo.

La segunda claudicación de Bordaberry se produjo poco después. A principios de junio, los militares exigen que sea una corte marcial la que juzgue al senador Erro, acusado de injuriar a las fuerzas armadas. Acosado, Bordaberry tiene que ceder. Era la señal que esperaban los altos oficiales. El 27 de junio de 1973, obligan al presidente constitucional a encabezar un golpe de Estado, que suspende la Constitución y las garantías individuales. Comienza entonces un desaforado período represivo, en el que el asesinato, la tortura y, como mal menor, el exilio, se convierte en el paisaje habitual de los uruguayos.

Durante tres años, las fuerzas armadas mantienen a Bordaberry en el sillón presidencial, con el ánimo de dar una fachada civilista al proceso político. En 1976, sin embargo, no creen necesario enmascarar por más tiempo su acción y destituyen al presidente, sustituyéndole sucesivamente por dos personajes grises y manejables: Demichelli y Aparicio Méndez. Este último, un octogenario enfermo, firma aún hoy los decretos que el Consejo Nacional de Seguridad le presenta.

Los partidos políticos están proscritos, 15.000 personas han sido desposeídas de sus derechos políticos hasta 1991, las actividades sindicales están suspendidas, decenas de periódicos y revistas han sufrido los rigores de la férrea censura. La cultura, el pensamiento, el arte, han sido incluidos por los militares en el largo índice de elementos subversivos.

Las organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos han hecho permanentes denuncias de las acciones represivas del régimen militar uruguayo, que se resumen en este patético párrafo: uno de cada tres uruguayos ha tenido que exilarse; uno de cada cincuenta ha pasado por las cárceles; uno de cada cien ha sido torturado. Aún hoy se habla de un tenebroso Plan Attica, elaborado por el Gobierno, y según el cuál cerca de mil presos políticos serían asesinados para facilitar la promulgación de una ley de Amnistía sin el peligro de devolver a la calle a un alto número de opositores al régimen.

En los últimos meses, la oposición política uruguaya, duramente castigada y dispersa, ha tomado conciencia de su papel denunciador del proceso que quieren imponer los militares. A principios de este año se formó la Convergencia Democrática, organismo que agrupa a personalidades de muy distintas tendencias, aglutinadas por el propósito común de ofrecer un frente de contestación al Gobierno. Este grupo considera al general Liber Seregni, preso desde julio de 1973, como su figura principal.

Estos tibíos intentos de oposición organizada no van a evitar, sin embargo, que los militares lleven a cabo sus planes. Con toda certeza harán aprobar mañana la nueva Constitución; dentro de un año, convocarán nuevamente a los uruguayos a las urnas, para elegir presidente de la República a un candidato único elegido por los partidos Nacional y Colorado y de la absoluta confianza de las fuerzas armadas.

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