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Pertini en España: la cultura de un luchador

En el caso de Pertini, por lo que leo de España, hay el peligro de caer en un tópico: presentar a Pertini como un luchador «obrero». No, no: Pertini hizo muy bien su carrera de abogado, su tesis en Ciencias Sociales. De sus años de prisión se conserva el testimonio de los muchos libros pedidos. Era un posible profesor, un hombre de clase media que sufrió, como los socialistas españoles de su clase, no ya el desprecio de su mundo, sino la incomprensión de su misma familia.La correspondencia con la madre, negándose al indulto que ella había pedido, es impresionante. Hay un curioso parecido con los profesores españoles afiliados al socialismo: el buen vestir. Yo recuerdo, de los primeros tiempos de la República, cómo las beatas luchadoras y las aristócratas conspiradoras reconocían que el chaqué llevado por Besteiro para recibir al vicepresidente de la República argentina podían envidiarlo los agregados de la Embajada inglesa y los testigos de tanta boda floripóndica; recuerdo también el asentimiento dolorido de las mismas ante el borde blanco de piqué sobre el chaleco del traje de Fernando de los Ríos, traje casi siempre oscuro. Se desesperaron mucho cuando vieron lo bien que le sentaba el frac a Largo Caballero. Los compañeros de prisión de Pertini, especialmente los de la época de la resistencia, cuando el fusilamiento era más que probable, recuerdan siempre el exquisito cuidado de Pertini por estar siempre no sólo limpio, sino planchado y con corbata a punto. ¿Presunción? No, no: la misma naturalidad de ahora y el mismo cuidado por la lección que debe darse de señorío, de cultura hecha vida. El estudioso, el lector apasionado, el que fue atrapado por incapaz de no detenerse para contemplar la catedral de Pisa, fue siempre señor, incluso en los tiempos durísimos del exilio, cuando tuvo que ejercer los siguientes oficios que leemos en los procesos: limpiacoches, albañil, pintor-decorador, comparsa de cine. Esto en Niza, pero bien lavado y pulido para ir a visitar a Blasco Ibáñez.

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Pertini, de presidente, sigue siendo muy protagonista en el mundo de la cultura viva. Asiste a los actos no como obligado por protocolo, sino como participante. Pensando en su viaje a España habla, y no acaba, de Goya y de Unanuno, al que conoció en el exilio. Es lección que el presidente rompa el protocolo para que no se le escape una exposición de pintura joven. Se muere Valli, el gran actor de teatro y de cine, el intérprete de Visconti, pero no menos de Shakespeare y de Pirandello, y se muere cuando estaba preparando nada menos que la escenificación de algunos diálogos de Platón: nada más morir, allá va Pertini, con prisa y con lágrimas. Estuvo presente y muy atento en el homenaje al compositor Petrassi, y no ha necesitado saltarse la Constitución para resolver un grave conflicto en la Scala de Milán, y Fue así: Claudio Abbado, el gran director, harto de envidias, de líos, de huelgas salvajes o tontas, estaba a punto de dimitir como director artístico, pero todo quedó frustrado cuando en la noche del Boris Godounov, de Moussorsgki, Pertini salió de su butaca, no del palco presidencial, se adelantó para abrazarle ostensiblemente y a ver quién es el guapo que se opone. En esta cultura viva de Pertini, cultura que tendrá su capítulo en el viaje a España, hay, sin duda alguna, lección política porque es una llamada a lo que hay de más vivo -y de nás herido- en la juventud universitaria auténtica, la que busca hacer enemiga la justa protesta y el afán de trabajo. El les ha dicho, les ha contado que los libros de la prisión, sin ser libros «al servicio del odio de clase», como decían sus acusadores, eran, sí, libros de ciencias sociales, diálogos nada menos que con Gramsci, pero alternando con la puesta al día en lo literario. Creo que fue Pertini uno de los primeros entre los políticos en querer lo que había de testimonio en la lúcida desesperación de Pavese. ¡Tantas cosas para los que le siguen, para los que le seguimos en esta lucha diaria para ser banderín de una Italia en su sitio de creadora! Cuando hace falta, abre las heridas del perseguido con odio y con ira, pero eso sería sólo la mitad de su admirable talante si no le añadiéramos su presencia puntual en el concierto, en la danza de la Fracci y de Nureyev, en la ópera, en los puestos de libros. No va como cumpliendo deber de protocolo, pero preside porque su auténtica curiosidad, su verdadera partipación lo ennoblece todo. Su cultura viva se encarna en la palabra de los discursos, una palabra fluida, correctísima y apasionada, sostenida por el casi milagro de una cantarina y recia, una voz que tipo asimilar meses y meses de obligado silencio en la prisión del comunicado. Quizás hablaba solo y lo que hablaba puede repetirlo.

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