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Tribuna
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No era el lechero

Caían las primeras horas de la madrugada del domingo. Junto a la familia de Javier Rupérez, un reducido grupo de amigos mirábamos al teléfono y, sobre todo, nos mirábamos a nosotros mismos, con la terrible sensación de que repetíamos una historia conocida. Demasiado conocida: la angustiosa espera de alguien próximo cuyo paradero desconocíamos. Lo habíamos vivido otras muchas veces. Antes era el incesante, y normalmente infructuoso, recorrido por los aledaños de la Dirección General de Seguridad. La Brigada Político-Social no respondía. Ahora era el teléfono el que no sonaba. Y en medio, las idas y venidas de toda una generación, o al menos una parte de ella, que habíamos puesto en la democracia y en la consecución de las libertades la irracional esperanza de una realidad sin sobresaltos y sin traumas. Ya sabernos que no existe la tierra prometida. Ahora sabemos también que en el fondo, España sigue siendo la misma y especialmente virulenta en aquellos que dicen negarla. Curioso país éste donde la ruleta de víctimas y verdugos gira alrededor de un único eje para intercambiar métodos, actuaciones y posturas: ayer oprimido y hoy opresor, afirmación de los propios derechos negándoselos a los otros... ETA (p-m) reproduce y negativiza el retrato que dice intenta combatir con similar crueldad. Y, es de temer, con una concepción última de la persona y de sus derechos, individuales y, colectivos, muy próxima o idéntica a la barbarie totalitaria.Pero aquí estábamos: esperando noticias de Javier. Y recordando su idea fija de que nada justificaba la falta de respeto a la dignidad de la persona. Estaba muy claro en sus libros, en su participación en la fundación de Cuadernos para el Diálogo, en sus actuaciones diplomáticas, especialmente a través de aquella esperanza que se llamó Conferencia de Helsinki y que desde hace tiempo, como tantas otras cosas, ha entrado en un proceso de hibernación de expectativas. Hay demasiada gente y demasiadas estructuras de viejo y nuevo cuño interesadas en que los hombres sigan siendo animales asustados y sometidos. Y, lo que es más grave, demasiados mensajes de supuesta liberación que reproducen con exactitud ancestrales esquemas de dominación. Y de desprecio de la dignidad humana. Es como si nadie quisiera aprender nada. ¿Cómo se puede combatir la existencia de las prisiones y creer en la eficacia de las cárceles del pueblo? ¿Cómo se puede denunciar la tortura practicándola? ¿Consuela de las propias lágrimas por nuestros muertos hacer que broten otras en ojos inocentes? El pueblo vasco que cree en su libertad debería meditar en lo fácil que puede llegar a ser traspasar esa no siempre perceptible línea entre un supuesto liberador y un tirano, entre la defensa de una causa justa y la, utilización indiscriminada e inadmisible de las metralletas y de las bombas.

En la vorágine de una madrugada de angustia por un paradero desconocido se piensan muchas cosas. Javier Rupérez ha creído siempre con absoluta firmeza que la democracia se parecía bastante a aquella famosa frase de Churchill sobre el timbrazo del lechero a las seis de la mañana. Pero henos aquí otra vez esperando el timbre. Las fichas siguen existiendo. Y Javier Rupérez no llegó a su casa. Antes era un democristiano de izquierdas con cierto escepticismo y una sola seguridad: España tenía que dejar de ser un campo de batalla y un coto de caza particular. Ahora, según sus secuestradores, es una pieza del engranaje de dominación del pueblo vasco. Y puede ser un vehículo de presión para esa operación de una amnistía a la que antes todos nos habíamos sumado como imprescindible elemento de pacificación. Y se logró. Pero la amnistía no detuvo la sangre, como lógicamente cabía esperar. Como tampoco la democracia consiguió la radical erradicación de las torturas. Ahora, nos lo dice ETA y también la extrema derecha, estamos en guerra. La guerra lo justifica todo, incluido el empleo de cualquier sucio método. Pero hay gente que no quiere entrar en otra guerra que la de los votos. Como Javier Rupérez. Por eso no llegó a su casa aquella noche. ¿Creen de verdad sus secuestradores que así van a convencernos a todos de la necesidad de una nueva amnistía? La amnistía sólo será posible cuando la pida el pueblo, y éste no la va a pedir, por mucho que las gestoras se empeñen, mientras en este país no tengamos todos la seguridad de que el timbre de las seis de la mañana sólo lo aprieta el lechero.

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