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No mueras en Madrid

Manuel Vicent

El campo es un espacio mental que el madrileño tiene en el hipotálamo, un horizonte de felicidad sin asfalto por donde, según cuentan, se ven correr animales crudos. El habitante de la gran ciudad ha reservado en su cerebro un punto verde e incontaminado en el que le vibra el mito de la granja: un día abandonarás este cementerio de ladrillo visto que flota en una salsa de chipirones en su tinta, esta ponzoña de almendra amarga que florece como una rosa negra en cada boca de alcantarilla y te irás lejos a criar vacas húmedas y lechugas de corazón nevado, a tocar el caramillo junto a la lumbre dorada de una casa solariega, de esas que, si el vendaval se lleva la tecumbre, tú te quedas en la cama, con la almohada bajo la casiopea mirando las estrellas rutilantes. Es la manía de hacerse felices, coino si la dicha fuera una obligación.Madrileño es todo aquel que no quiere morir en Madrid ni que lo entierren en los yesares de los alrededores, que un día serán materia de contrato. Una de sus notas características es esa moral de campamento, la sofisticada indiferencia ante cualquier pufo o descalabro urbanístico. Si te levantas una mañana y ves que a la Cibeles la han tapado con un scalextric o que el museo del Prado ha sido convertido en aparcamiento, lo elegante es dibujar una sonrisa de naturalidad, que nunca llegue al desdén, y abrir el paraguas si llueve.

Madrid es un campamento de fachadas renegridas con las ventanas herméticas, cruzado por carreteras alucinadas y pasos a distinto nivel puestos a disposición del ciudadano para que pueda ir más rápidamente a protestar las letras ante el notario. El resto es especulación, que en este caso no es una facultad de la mente, sino un latido salvaje en la parte más baja de muchos constructores. Pero el ciudadano inocente patina en esta salsa de chipirones y en el cerebro abriga un punto verde donde le vibra el mito de la granja lejana.

Ahora los carteles de propaganda para las elecciones municipales están adornados con un color alfalfa, las canciones que acompañan las promesas de los futuros concejales poseen una musicalidad folk de risueños riachuelos donde abreva el ganado la publicidad incide en ese prado de hierba soñada, que el madrileño tiene en la base del cráneo, mientras los ediles de pálida niebla, pegados con dulce sonrisa en las tapias, vuelan de noche por las azoteas de la ciudad como diablos cojuelos y confeccionan a través de las claraboyas un sofemasa sobre los deseos ciudadanos. El cálculo municipal coincide en un punto: todos quieren morir lejos de aquí. Solo así se explica que este campamento haya sido abandonado a la ambición de los cuatreros. Pero hoy el diablo cojuelo tiene un peligro añadido. Puede quedar atufado por la contaminación en un tejado, caer desplomado en la calzada y que lo remate un simca.

Durante muchos años los alcaldes han acudido con una diligencia forrada de ante a la polvorienta plaza de este poblado del lejano Oeste para entregar una llave de oro a los visitantes ilustres, mientras los cuatreros cubrían las desoladas lomas de cemento. Todos coincidían en lo mismo: por la Navidad se ponían tiernos y adornaban con bombillas de colores los escombros y en primavera plantaban tulipanes en medio de los embotellamientos, presididos por el oso del escudo que trepa para alcanzar un nueve largo.

Todos dicen que la cosa va a cambiar. En la civilización ciudadana occidental, a la izquierda marxista se le ha a signado el negociado de jardinería. Hasta ahí llegan. Su destino es coronar con petunias la especulación. Pero ahora también la derecha te hace soñar con las verdes praderas de tu cerebro a través de su sonrisa ecológica de mosquita muerta pegada con engrudo en las paredes de la ciudad inhabitable. Desea comprar tu granja. Todos quieren convertir Madrid en un dulce espacio donde tú un día puedas morir de muerte natural al pie de una vaca húmeda en Callao. Así son. Tú verás.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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