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En la cárcel de Ciudad Real, abandonados por sus líderes

Rosa Montero

Empieza ya a hacer frío en la cárcel de Ciudad Real: el edificio está muy viejo y por las noches el viento de octubre silba a través de marcos que no encajan y se estrella contra los azulejos amarillentos que cubren parte de los muros, esos azulejos enfermizos que parecen de hospital abandonado, de depósito de cadáveres. Es un lugar oscuro y triste este de la cárcel, un mundo mínimo y mísero que termina unos metros más allá, en ese portón de madera que alguien ha cubierto de una pintura gris, espesa y barata.Más de año y medio llevan encerrados. Francisco Albadalejo, Carlos García Juliá, José Fernández Cerrá, Fernando Lerdo de Tejada. Se juntan en estrecha piña: los demás son presos «comunes». Bueno, también está Cesarsky. Pero es muy pesado y además no pertenece al mismo tipo de hombres: es de los que tienen dinero, de los señorones con posición. Y ellos no, ellos son trabajadores, gente de base, representantes de la orgullosa patria española.

Fernando Lerdo es el único que es más «de buena familia». Se le nota en el aspecto, rubito, finito, un poco con aire de niño de Serrano. Ahora que se ha dejado barba en la cárcel ha cambiado un poco, parece mayor que sus veinticuatro años, pero aun así se le ve chico bien. Pero es un buen camarada de todas formas: ha demostrado suficientemente su entrega a la causa.

Carlos García Juliá también se está dejando barba. Le sale ralita, desperdigada, insuficiente: es una barba niña que no consigue vencer el aire infantil de su cara. Veintidós años tiene Carlos. Cumplirá los veintitrés en la cárcel. Y quizá los veinticuatro, los veinticinco, los veintiséis... Carlos siente un poco ese angustioso vértigo del encierro cuando mira hacia delante, su vida cortada tan de joven, su vida...

Hace año y medio que están presos. Desde marzo del 77. Al principio se sintieron seguros, parecía que todo iba bien, a pesar de la manifestación gigante de duelo, a pesar del ruido que estaban dando al asunto en esa prensa parcial y canallesca: mucho hablar de Atocha, si, de la matanza, pero ¿y los guardias que mueren cada día? Como dice Albadalejo, ésos no cuentan:

-La violencia se mide por colores. Y el color azul, por así llamarle, todas las violencias que ha hecho han sido de risa. Todas esas cosas que cuentan de las bandas fascistas, de que alguien le da un tortazo a otro en la calle y eso resulta ser poco más o menos un crimen que hay que castigar con la horca. Ahora que, en cambio, matan a un guardia civil -prosigue Albadalejo- o a un policía armado y no pasa nada, para eso están, para eso les pagan, para que les maten.

-Sí, sí -contesta Cerrá-, yo pienso honradamente que nuestra violencia, comparada a la que han desarrollado los marxistas, es una cosa de juego.

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Buenos y malos, vencedores y vencidos

Albadalejo asiente con aire convencido. Es Albadalejo el que está llevando quizá peor esto de la cárcel. Tiene ya cincuenta años, el pelo todo blanco, ha adelgazado con los problemas y se le ha puesto más cara de pájaro que nunca. Quiere mantener su principio de dignidad personal (conservar el orgullo, no doblegarse), pero en ese traje azul que lleva, tan holgado hoy, y en la camisa blanca de cuello arrugado y sin corbata hay algo de decrepitud, de decadencia. Y en el ojal, el destello rojizo de la insignia de Falange. Añade Albadalejo: «O sea, que los crímenes de la ultraderecha son éstos, y los otros no son crímenes, porque, claro, como se lucha por la democracia...»

-Aquí hay buenos y malos -dice Lerdo, rompiendo su natural cautela, porque es hombre que prefiere hablar poco-: nosotros somos los malos y los otros los buenos. Mucho hablar de reconciliación, pero a la hora de la verdad, caray.

«Aquí hay vencedores y vencidos», se dice Carlos Juliá mientras retuerce sus manos con ese gesto nervioso tan suyo, ya convertido en un tic, mientras se clava automáticamente las uñas en un castigado dedo pulgar ya insensible. Dieciocho meses de cárcel. Al principio estaban tranquilos. Es decir, Carlos siguió trabajando durante un mes en la empresa de exportación e importación de bebidas alcohólicas. Por las mañanas, descargando cajas; por las tardes, llevando facturas. Como siempre. Comer con sus padres y hermanos, dormir en su casa. Sin ningún cambio.

¿Fernando? Fernando Lerdo también siguió igual. Se fue unos días a El Toboso, a la finca de sus padres. Quizá era de los tres el más nervioso. Es posible que esto se deba a su pertenencia a una buena familia: parece que la gente bien tiene una especie de pudor a mancharse las manos, a comprometerse directamente, aunque indirectamente consientan o impulsen lo que sea. El caso es que Fernando, pese a todo, se mantuvo. Se mantuvo digno y tranquilo.

Y Cerrá lo mismo, claro. Hacía la vida normal, se veían a tomar una copa en el bar de siempre, con los amigos de siempre. Un mes. Pasó un mes y de repente las cosas cambiaron. Se pusieron insospechadamente feas. Y a primeros de marzo se habló de la conveniencia de salir de Madrid. Fernando marchó a casa de su hermano, en la Manga del Mar Menor. Carlos se juntó con Gloria, la compañera de Cerrá, y emprendieron viaje hacia Almería para encontrarse allí con éste.

Es precisamente todo esto lo que ha dado después motivo de pábulo a la prensa: el porqué estuvieron tan seguros durante un mes sin cambiar de vida; por qué no les detuvieron antes si parece que Cerrá fue reconocido por uno de los cuatro supervivientes en la primera semana de febrero; qué fue lo que les obligó repentinamente a marcharse de Madrid sólo días antes de que fueran detenidos; por qué habían hecho desaparecer la pistola de Cerrá y, sin embargo, la de Carlos se la encontraron a Gloria cuando les detuvieron a los dos camino de Almería.

Muchas cosas raras

Cosas raras: que Albadalejo vendiera tres días antes de su detención todas sus posesiones, incluido un coche recién comprado, con 7.000 kilómetros nada más. Que Lerdo dejara diez días antes su trabajo en esa empresa que dicen que es muy de derechas. Y el dinero que dicen que les dio Albadalejo, todo ese dinero que aseguran que está sin justificar dentro de las cuentas del Sindicato de Transportes. Y que Cerrá, siendo un modesto empleado de Espasa Calpe, tuviera dos casas en propiedad. Vamos, como si se dedujera de todo esto que cobraban un sueldo bajo cuerda, del patrimonio sindical. Y los ideales, ¿dónde quedan? Claro que son cosas que pueden parecer raras, sí. También chocó que se movieran con tanta seguridad aun en su fuga. José, por ejemplo. José Fernández Cerrá se instaló en Almería en el hotel Sevilla con su nombre real. Y Lerdo. Lerdo fue a un mitin de Blas Piñar a Murcia, y a la salida fue detenido.

-Es que me dijeron que si quería ayudar a colocar las sillas y todo eso -comenta Lerdo-, y yo dije que sí, me detuvieron un 13 de marzo, 13 tenía que ser.

Bueno. Les detuvieron a todos. Cuando estaban en los calabozos fueron visitados por Antonio González Pacheco (Billy el Niño) y por José Luis González Gay. Dos buenos camaradas. En realidad estaban incomunicados, pero, en fin, como ellos son inspectores de policía, se conocen la casa y pueden venir a dar ánimos y consejos. Aunque la cosa se estaba poniendo fea, en principio no parecía que pudiera pasar lo que está pasando. A fin de cuentas, ¿era tan reprobable lo que habían hecho? Sabían muy bien que mucha gente les apoyaba. ¿No habían cumplido en definitiva las directrices de los líderes, de los grandes hombres que luchan contra los traidores, contra la desintegración de esta hermosa España? Y, sin embargo...

Los supervivientes de la matanza aún están destrozados

Empieza a hacer frío ya en la cárcel, los días se acortan sensiblemente y la grisácea soledad presidiaria es más triste, más melancólica, más miserable en este invierno que comienza. Hoy toca reunión de la comisión gestora de la cárcel para tratar del tema de alimentos, y Cerrá, que forma parte de ella junto con otros dos presos comunes, prepara de memoria los puntos a tocar. El 26 de septiembre ha cumplido Cerrá los 33 años. El 3 de octubre cumplió ocho su hija Cristina. Llevan dieciocho meses en prisión. La prensa canallesca, mientras tanto, resalta que los supervivientes de la matanza aún están destrozados psíquica y físicamente. Que Luis Ramos aún tiene hepatitis. Que van a volver a operar la mandíbula de Lola González, otros seis meses o siete de hierros en la cara y chupar los alimentos con pajitas. Y hablan de los muchos años de cárcel que otros presos, políticos o no, han vivido y viven.

Bueno, ¿y qué? Ellos llevan sólo año y medio.... y es tanto, tanto... Es tan duro el encierro...

Hechos insólitos en un lento proceso

-Es lamentable lo que dicen sobre nosotros -comenta Cerrá-, es de una parcialidad tremenda, de una mala fe espantosa. Y luego ha venido a coronarlo todo la dichosa amnistía. Nuestro buen reyecito habrá que llamarle así, no ha tenido otra ocurrencia más que esa... Yo de por sí soy enemigo de las amnistías, porque socavan toda autoridad, pero es que, en este caso, se les ha concedido a unos elementos que han asesinado incluso profesionalmente a guardias civiles y policías, y se nos niega a nosotros, porque dio la casualidad, la coincidencia, de que los señores muertos; eran marxistas. ¡Qué lamentable!...

El proceso, mientras tanto, va adelante. Lento. Con tropiezos. Dice la prensa vendida a la acusación comunista que hay hechos insólitos, que el juez instructor, Rafael Gómez Chaparro, ha permitido por primera vez en la historia que los abogados defensores estén delante de los acusados durante los interrogatorios. Que ha dejado leer el sumario a la defensa. Que no se respeta la obligada incomunicación de los llamados a declarar, y que Blas Piñar, García Carrés, Fernández Cuesta, Sánchez Covisa han podido hablar libremente entre sí. Sea como sea, ¿a ellos qué les va en todo esto? Ahí están en la cárcel, mientras los grandes hombres acuden al juez y después se niegan a hacer declaraciones a la prensa... o hacen demasiadas. Como dice Albaladejo:

-Si el amigo Sánchez Covisa se ocupara de otras cosas en vez de hacer declaraciones a la prensa ganaría mucho más, es una persona que no sabe nada de nada y que se pone no ya a hablar de este asunto, sino incluso a hacer deducciones gratuitas y que nadie le ha pedido; esto para mí es meterse en camisa de once varas, y que me perdone el amigo Mariano, porque todas las cosas que hace las hace con la mejor fe del mundo, pero siempre las hace al revés y las estropea. Esa es una virtud que tiene Mariano, la de estropearlo todo, y es por ese afán de querer ser servicial, y atento, y el mejor de todos, y todavía no sé de un asunto que haya hecho el amigo Mariano y que le haya salido bien. No es que yo tenga nada personal contra él, todo lo contrario, pero es que con eso de que es el jefe de los guerrilleros, no sé de dónde ni qué guerrilleros, el caso es que el pobre Mariano no da una...

Y están en la cárcel. Encerrados, en definitiva, por cumplir con el deber. Por hacer lo que se esperaba de ellos, ¿no es así? Por seguir hasta las últimas consecuencias con disciplina, asumiendo el compromiso, la trayectoria que otros han marcado. Y ha sido después, sin embargo, la traición, el encontrar las puertas cerradas, el abandono.

«Estamos abandonados»

-Sí, estamos abandonados -dice Cerrá-; yo casi siento verguenza ajena al ver la cobardía que ha demostrado la inmensa mayoría de nuestra gente, tienen miedo, un miedo tremendo, y por eso nos han dejado... Esto ha sido al principio lo más penoso, ese sentirse defraudado por los camaradas. Pero ahora ya no, ahora para mí no. Yo antepongo las ideas a toda esa serie de individuos. Dentro de la base nuestra no estamos abandonados, además, aunque sí lo estemos por los dirigentes.

Se les ha querido mostrar como animales dañinos, sí, como seres aparte, enfermos de violencia.

Pero si yo no he dado nunca ningún espectáculo -dice Lerdo-, ninguna pelea callejera. Me he pegado alguna vez, sí, en el colegio, y después de adulto un par de veces, pero yo violento no soy...

-Y... y... y, yo tengo un carácter bastante pacífico de por sí -añade García Juliá en voz bajita, mientras se retuerce los dedos en ese tic que en la cárcel ya se ha hecho crónico, ese frotarse el pulgar con ingenuo gesto de desamparo.

Seres enfermos de violencia, pero ¿a qué llaman violencia? ¿Llaman violencia, quizá, a ese orgullo patriótico en que han sido educados? ¿A ese no dejarse pisar por las hordas marxistas? Cuando en otras ocasiones han participado en actos militantes desplegando eso que ahora llaman violencia, ¿no les han animado, protegido, ensalzado, no les han dicho que es ese el deber de todo español, de todo hombre, de todo patriota? Como dice Cerrá:

-Yo no soy violento, francamente. Pero es muy distinto no serlo a tragar la violencia ajena. Yo de ninguna manera admito la violencia contra mí; en ese caso respondo con violencia.

Es exactamente eso: es el orgullo de la propia dignidad nacional en el que han crecido. Esos son los discursos, las convicciones, los consejos que han recibido de los grandes hombres, eso es ser español. Año y medio en la cárcel «Es tan dura la falta de libertad cuando se es tan joven», piensa Juliá.

-Te han engañado, Carlos, te han engañado.

Algún amigo, algún familiar querido le ha dicho quizá esto. Pero él se enfada al escucharlo. Puede que los que siempre han sido nuestros líderes hayan tenido miedo, puede. Puede que ahora no sean consecuentes con lo que nos han exigido, puede. Pero en sus palabras, al margen de sus actos, subsisten los valores eternos. Dicen que lo que han hecho ha sido extremado. Pero pese a todo, este sacrificio de la libertad, este enterrar la juventud entre rejas, no es, no será en vano. Porque ahí están José, y Juan Carlos, y Carmen, y Antonio, y Felipe, y Luis Miguel, y Teresa, y tantos y tantos camaradas de base que están con ellos, tantos muchachos limpios, dignos, honrados, con los que han coincidido en manifestaciones o en actos, esos adolescentes que están creciendo dentro de la disciplina bélica que marcaron los líderes, esos jóvenes de hierro, orgullosos de su raza, que serán capaces hoy o mañana de verter nuevas sangres, propias o ajenas, por la grandeza de España.

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