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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Dos consejos cariñosos

Teólogo

Se trata, lisa y llanamente, de la tan discutida afiliación de un clérigo a partidos políticos (comunistas o no). Yo aquí me refiero a los partidos que optan por proyectos de liberación del pueblo, ya que de los otros ni siquiera me planteo el problema. Antes de entrar en la problemática, es necesario dejar claro el sentido de los conceptos y expresiones usadas.

Por «partido político» se entiende el grupo que en sentido estricto está organizado, bajo un programa concreto y con una determinada disciplina, con la finalidad de llegar, por vías democráticas, a las cimas del poder, o bien compartiéndolo con otros partidos o bien actuando como partido mayoritario o incluso único.

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Por «afiliación» entendemos la estricta pertenencia al partido, con carnet numerado, y con la obligación de atenerse a las consecuencias de lo que acuerde la mayoría. Dentro de la afiliación puede haber grados: desde el simple afiliado hasta el que ostenta un cargo directivo local, comarcal, provincial, regional o nacional.

Por «clérigo» entendemos, en sentido amplio, al que ha recibido de la Iglesia un «ministerio religioso-pastoral» en orden a la proclamación del Evangelio, la animación de la comunidad creyente, la administración de los sacramentos y la representatividad de la propia comunidad. Se podría dar el caso de un clérigo, que, con el consentimiento de su superior, se encontrara en una situación como de «excedente» temporal. De este último no hablamos.

Para valorar la afiliación del clérigo al partido político partimos de dos ángulos opuestos: desde la teología cristiana y desde las propias conveniencias sociales del partido (que se supone funcionar en bien del pueblo.).

1. Desde la teología cristiana

La actitud de Jesús, al convocar un grupo de colaboradores para su tarea religioso-profética, fue claramente la de independencia frente a toda parcela de poder. Esto quedó demostrado claramente con su muerte: tanto el poder ocupante como el poder de las fuerzas nacionalistas se confabularon para darle muerte, ya que su actitud era incómoda, por no aceptar las reglas del juego. Estando muy cerca del Movimiento de Liberación de Palestina (los «zelotas»), no quiso aceptar ni la «afiliación» ni mucho menos el «liderazgo formal» del Movimiento.

Esto produjo, entre estos últimos, una profunda decepción, y quizá el suicidio de Judas se inscriba en este cuadro.

Las primeras comunidades cristianas no pretendieron nunca presentarse como una «alternativa» del poder temporal existente; o dicho de otra forma: no ofrecían una «doctrina política y social cristiana». Aún más, el primer conflicto que dividió a las comunidades de primera hora fue el problema de si el cristianismo comportaba un único modelo de «religiosidad», como era el caso de la judía. Pablo luchó a brazo partido para demostrar que la fe en Cristo podría encarnarse en diversos espacios «religiosos», aunque lógicamente los condicionaría de alguna manera. Y así surgieron dos tipos de comunidades: las judeo cristianas y las paganocristianas, fraternalmente unidas entre sí.

Posteriormente, los cristianos de Filipos (la primera ciudad europea evangelizada) le preguntan a Pablo si el cristianismo lleva consigo un específico modelo de ética o, por el contrario, ellos, seguidores de la moral estoica, podían continuar como estaban. La respuesta de Pablo es que los filipenses pueden «asumir» críticamente la moral estoica, ya que el cristianismo no conlleva un determinado modelo de ética.

Esta postura es continuada durante los primeros cuatro siglos de las iglesias cristianas. Pero no por ser contraria a la «afiliación partidaria» dejaba de ser «política»: el Imperio era muy tolerante con las diversas religiones; pero exigía dos condiciones: 1.ª) que las religiones fueran, más o menos, étnicas (judíos, persas, escitas, etcétera); y 2.ª) que fueran «clasistas» (templos para libres y templos para esclavos, etcétera). Por el contrario, el cristianismo era universal: admitía en su seno a todo tipo de «etnia»; y, además, no tenía «templos», sino casas o locales, donde se reunían fraternalmente individuos procedentes de todas las clases sociales, y que practicaban una mística de fraternidad como utopía a perseguir. Este es el significado de la Eucaristía y de la gran oración cristiana: el Padre Nuestro.

Las autoridades del Imperio empezaron a alarmarse por esta postura, seguras de que esta mística de fraternidad concienciaría a aquella amalgama de diversas etnias y de diferentes clases, en orden a luchar por un mundo donde la raza o la clase social dejaran de ser motivos de discriminación. El Imperio estaba minado por su base. De aquí nacieron las persecuciones, que duraron hasta el siglo IV.

En el año 313, el emperador Constantino, con el edicto de Milán, devuelve la paz a los cristianos: o sea, podían ser ciudadanos del Imperio como los paganos, sin necesidad de renunciar a su fe. No serían ciudadanos ni perseguidos, ni de segunda clase.

Al principio hubo una temporada de buena armonía y convivencia, y los cristianos se sintieron muy relajados. Pero como el Imperio estaba acostumbrado a utilizar el prestigio de la religiosidad popular para sus fines estrictamente políticos, pensó que había llegado la hora de cambiar: el cristianismo podría pasar a ser religión del Imperio. Y así Teodosio, en el edicto de Tesalónica (380), declara al catolicismo religión de Estado. Hubo un momento de ruptura con la actitud de Juliano, llamado el Apóstata, que con muy buen acuerdo quiso volver a un Estado no confesional. y plurirreligioso. Pero lo cierto es que se produce una evolución lenta hasta llegar a un hecho sumamente significativo: es que el año 751, por primera vez, un Papa, Esteban II, piensa que puede legitimar una dinastía y coronar a un rey, Pipino el Breve, legitimando la dinastía carolingia. Pipino, en agradecimiento, conquistó para el Papa los Estados Pontificios. Con esto, el Papa fue un señor temporal más, y no de los mejores, convirtiéndose pronto la sede de Roma en objeto de la codicia de los grandes señores romanos, situación que tuvo su punto culminante desde al 896 al 962.

La figura de estos papas, victoriosos y fuertes frente a los poderes civiles, no se puede mitificar en modo alguno. El monje Hildebrando, Gregorio VII, excomulgando a Enrique IV y obligándolo a esperar tres días y tres noches a la puerta del palacio de Canossa, antes de darle la absolución, no es como Crisóstomo o Ambrosio, que trabajaban por el pueblo.

La historia posterior sigue la misma línea. Y la Iglesia cristiana se convierte en una institución ambigua: en su seno hay profetas que se lo juegan todo por la causa de los oprimidos; y opresores terribles, que en nombre de Dios y vestidos de ornamentos sagrados cometen los más horrendos crímenes. El Evangelio ha llegado a nuestros tiempos gracias a esta ambigüedad de la institución eclesial, que, a pesar de todo, no expulsó completamente de su seno a la serie de profetas que han seguido los pasos de Jesús.

Resumiendo: la Iglesia como tal (sus hombres más representativos) está constantemente tentada de poder, como lo estuvo el propio Jesús. Si cae en la tentación se produce esa grave anomalía: la religiosidad popular se ve reflejada en esa institución y en sus representantes, y, llevada por esta atracción, no protesta contra las troplelías que la institución eclesial lleva a cabo, reconvertida indebidamente en «reuno de este mundo». Una institución únicamente laical levantaría más fácilmente la protesta de los oprimidos. Pero el peso de lo «numinoso», tan estrechamente ligado al poder opresor, es como una losa que mantiene a las masas en la resignación y en la miseria por mucho tiempo.

2. Desde las conveniencias sociales del partido

Un partido político, sobre todo si lleva el signo de liberación de los oprimidos y explotados, está en la misma tentación que todos los demás partidos: necesariamente tendrá que organizarse, disciplinarse, jerarquizarse. La historia nos demuestra que la «revolución» pura no ha existido nunca.

En un primer momento hay una explosión popular, que puede ser las «tullerías» de París, el mayo del 68, la primavera de Praga, el 25 de abril portugués, etcétera. Pero en un segundo momento viene la dificultad de asumir la herencia del pasado, de consolidar las pocas posiciones obtenidas y de apuntar a un futuro próximo, que sea una vereda (quizá muy estrecha) hacia la utopía del proyecto revolucionario.

En estos momentos, estos partidos tienen la gran amenaza de la lucha por el protagonismo. Es inútil creer que la estructura social borra mágicamente la maldad del corazón humano: los hombres -incluso los revolucionarios- siguen siendo codiciosos, avaros, apetentes del poder, etcétera. Es la condición humana (a menos que no se produzca una mutación sustancial de la especie, cosa que por ahora no prevén los antropólogos).

Y aquí se inscribe nuestro problema: en un primer momento el partido popular (comunista, socialista, etcétera) rechaza a los cristianos, sobre todo a los curas, porque en la situación anterior de opresión han colaborado muy activamente, de forma más o menos expresa (en España había obispos procuradores en Cortes y miembros del Consejo del Reino). Pero, en un segundo momento, comprende que no se pueden despreciar las masas cristianas, que no son pocas, y que, precisamente, pertenecen a la clase social a la que se dirige el partido en busca de votos para llevar adelante su programa político. A esto se une que ya, en la época anterior, muchos cristianos y no pocos clérigos tomaron actitudes de lucha y de protesta contra la opresión y represión del régimen anterior. Esto, lógicamente, los ha acercado a este tipo de partidos políticos, se han establecido diálogos, se han intercambiado favores y ha habido muchas veces una absoluta convergencia en la misma lucha por la justicia.

Finalmente, cuando se organiza la democracia, el partido piensa que un líder religioso, que es aceptado por la masa del pueblo y que demuestra una pureza de entrega, podría ser un magnífico líder para su propia organización.

En este sentido, yo creo que el planteamiento del partido es correcto desde su punto de vista. Pero debe ponerse en el punto de vista de la otra parte.

Una comunidad cristiana no es ni debe ser homogénea: en ella caben hasta los pecadores; eso sí, con verdaderos esfuerzos por salir del pecado. Y al hablar de «pecado», me refiero también al gravísimo pecado de ser «capitalista». Además, entre los miembros de la comunidad puede haber quienes estén afiliados a otro partido (también buscador de la liberación popular) o a ningún partido.

Pues bien, si el líder religioso de esa comunidad está claramente afiliado a un partido concreto e incluso ostenta un cargo en él, automáticamente reduce la posibilidad de su evangelización, ya que los que no son de ese partido se sentirán marginados, desplazados o incluso irritados.

Pero hay otra consideración más fuerte: acabamos de ver cómo Constantino, después de cuatro siglos de persecución a los cristianos, los consideró como ciudadanos normales. En España, concretamente, el PCE ha considerado que los miembros cristianos del partido son tan comunistas como los demás: no son comunistas de segunda o tolerados. Y este planteamiento lo considero correctísimo.

Pero, amigo como soy del PCE y de todos los demás grupos políticos que trabajan por la liberación del pueblo oprimido, yo me atrever, a darles un consejo: ¡No os fiéis de la Iglesia! ¡No os fiéis de los curas, sobre todo de los obispos!

Ahora estamos en las mieles de los primeros momentos, y el PCE (u otro partido) puede permitirse el lujo de afiliar a los «Crisóstomos» o «Ambrosios» que constituyen la excepción de la «casta sacerdotal». Pero si no atajáis a tiempo vuestra permisividad, cuando menos lo penséis, vuestro partido estará dominado por los clérigos, por los obispos e incluso no faltará un papa que dé su, bendición urbi et orbi a las masas marxistas reunidas en la inmensa plaza del Vaticano.

Yo os hablo como hombre de fe y como cura con vocación clara y definida. He huido del poder dentro de la Iglesia, porque ya era un camino hacia el poder «tout court». El PCE, por ejemplo, se va convirtiendo en una buena parcela de poder: tiene una magnífica organización, tiene buenos teóricos, tiene una tradición consagrada por sus años de vida catacumbal y de exilio. Quizá no sea todavía el poder; pero una parcela de poder lo es. Y de esto, creo, debéis estar orgullosos.

Pues bien, yo doy ahora un doble consejo:

1. A mis compañeros curas y obispos: ¡cuidado con deslumbraros con este nuevo poder! Quedaos, como siempre, en la retaguardia, lejos de todo el que manda, al lado del pueblo, junto a esa nueva frontera que inevitablemente marca el hecho de que un partido tenga voz y voto en un Parlamento. Así es como se sirve al pueblo evangélicamente. Que el pueblo vea en vosotros, no ya procuradores en Cortes franquistas, pero ni siquiera diputados en Parlamentos burgueses con representación de fuerzas populares. Esta es nuestra teología, clara y tajante.

2. A mis amigos que luchan por el socialismo: ¡cuidado con la intrusión de la clerecía en las filas de vuestros dirigentes! No podéis imaginar la capacidad de aglutinación que tiene un líder religioso: puede ser una persona de poca categoría, pero su aureola religiosa lo hace aceptable y deseable por la multitud. Así me explico que, cuando un cura militante en vuestras filas se reduce al estado laical, no os guste mucho: efectivamente, ha perdido aquel carisma que tan buenos resultados os daba a vuestra política. Pero si no fuera más que esto yo no diría nada en contra. La cosa es que el poder es de suyo como diabólico: algún día un cura (como antaño un ex seminarista georgiano, llamado José Vessarionovich Yugasvili, alias Stalin) podría convertirse en en hábil tirano que, en nombre del pueblo y con la pretensión de servir al pueblo, llenaría de esclavos los campos de concentración y de huesos torturados los fatídicos cementerios.

Y para terminar, otra advertencia, esta vez a los que de alguna manera mandan en la Iglesia: no podéis, por ahora, aplicar esta doctrina a los curas afiliados y militantes en partidos del pueblo, mientras antes (y con toda urgencia) no hayáis limpiado la Iglesia de vendedores indignos, o sea: de curas que presiden consejos de administración. bancaria, de párrocos cultivadores serviles de las élites opresoras y represoras del pueblo, y mientras vosotros mismos no ofrezcáis al pueblo otra imagen (no digo más evangélica, sino simplemente evangélica), ya que vuestras palabras caerán en el vacío y serán, contraproducentes.

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