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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El triunfo del presidente Giscard d'Estaing

LAS ELECCIONES francesas han provocado una extraña decantación: un muerto, un moribundo, un ghetto, un desprestigio y un triunfador. El triunfador es evidentemente el presidente Valéry Giscard d'Estaing, que ha visto su política -peligrosamente amenazada en la votación de la primera vuelta- aprobada por una amplia mayoría del electorado. Y no solamente eso, sino que ha logrado nuclear en su torno a los grupúsculos centristas, democristianos y radicales, en un conglomerado electoral que puede convertirse en un gran partido, rompiendo de este modo la hegemonía gaullista en el seno de la coalición gubernamental. Los gaullistas del RPR, aun conservando el primer lugar entre los partidos representados en el Parlamento, han sufrido duras pérdidas con relación a las elecciones anteriores.El desprestigio ha recaído sobre los sondeos y los institutos de investigación de mercado, que daban como vencedora a la oposición de izquierdas. Los sondeos se equivocaron hasta con relación a la votación de la primera vuelta, en la que la izquierda superó a la coalición gubernamental, sin alcanzar por ello la mayoría absoluta en el país. Dicha votación fue un aviso, un grito de alarma: por vez primera en veinte años, la oposición superaba a la coalición gubernamental en una votación. Sería suicida, por parte de Giscard, no tomar nota de la advertencia. Una vez más se ha mostrado que, a pesar de la perfección de las modernas técnicas de sondeos, una elección no es una encuesta, y no lo será jamás.

El ghetto es el lugar donde va a quedar encerrado el Partido Comunista francés, con su pequeña ganancia en escaños parlamentarios y su estabilidad en votos populares, pero que también ha quedado al descubierto ante la historia y la opinión pública como el principal responsable de la derrota de la izquierda. Con sus seiscientos mi afiliados y la quinta parte del electorado a su favor, e comunismo galo constituye una especie de sociedad dentro de la sociedad. Su intento de salir del ghetto donde la encerró el general De Gaulle a partir de 1958, se ha saldado en un fracaso evidente. En 1972, con la firma & «Programa Común» de la izquierda, su alianza con los socialistas y radicales de izquierda y algunos leves coqueteos con el eurocomunismo -como la aceptación de la alternancia en el poder y la renuncia a la noción de dicta dura del proletariado- el partido de Georges Marchais inició una evolución que se ha revelado falsa. Su centralismo democrático a ultranza, su recelo de dejar de ser el primer partido de la oposición y sus constantes ataques a sus propios aliados han frustrado la esperanza de quince millones de electores. El PCF vuelve al ghetto por propia voluntad y será difícil que vuelva a salir de él, al menos en un futuro inmediato. Es lo que él mismo parece haber preferido.

El muerto es, desde luego, el «Programa Común» de la izquierda, y el moribundo, la figura de Francois Mitterrand, el eterno Poulidor -esto es, el eterno segundo- de la política francesa. El susodicho programa fue firmado en 1972 por comunistas, socialistas y la fracción de izquierda del escindido radicalsocialismo. En su momento despertó grandes esperanzas, tanto entre sus militantes, que se multiplicaron, como en el electorado de izquierdas, que fue lenta e inexorablemente ganando posiciones en las elecciones legislativas del 73, en las presidenciales del 74 y en las más recientes municipales y cantonales, y que también las ha ganado anteayer, a pesar de todo. Pero en realidad se trataba de una alianza contra natura -como al final se ha revelado- entre partidos que difieren sensiblemente en su concepción de la democracia. Fue el resultado de una larga, difícil y equilibrada negociación, que se fue convirtiendo en un papel mojado conforme evolucionaba la coyuntura histórica. Era un programa elaborado antes de la crisis económica que se inició en 1973, que partía de presupuestos y de datos ampliamente desbordados a estas alturas. No era un programa colectivista, ni mucho menos, aunque a través de la nacionalización de nueve grupos industriales y del crédito -que, por otra parte, ya está nacionalizado en Francia en un 70 %- proponía incrementar el intervencionismo estatal para cumplir sus generosas previsiones sociales.

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Seis años después de su firma, este programa era algo impracticable, y su necesaria actualización culminó, en septiembre de 1977, en la ruptura flagrante entre sus tres partidos signatarios. Los resultados se han visto en la noche del domingo pasado. Mitterrand acusó a los comunistas por la derrota, mientras Robert Fabre, líder de los radicales de izquierda, anunciaba que su partido se consideraba desligado de toda alianza con los comunistas. El sueño, convertido en pesadilla, se ha esfumado.

Mañana el presidente Giscard d'Estaing intervendrá ante el país. Es el gran triunfador y su margen de maniobra se ha multiplicado. No es probable que los gaullistas cedan en su constante presión sobre el poder, sobre todo contando con la personalidad de Jacques Chirac y su estimable mayoría relativa en el Parlamento. Pero Giscard cuenta con una fuerza parlamentaria ya bastante unida y casi equivalente y, lo que es más importante, puede explotar las disensiones de una izquierda desunida, que ya han comenzado. A la defección de los radicales de izquierda puede unirse el malestar socialista, donde hay grandes líderes -como Pierre Mauroy, Gaston Defferre o hasta Michel Rocard- muy escamados por la alianza con los comunistas. La habitual disciplina de voto en el seno -de la izquierda ha brillado por su ausencia y no cabe duda de que una acción reformista de Giscard podría contar con la adhesión de muchos políticos de tendencia socialdemócrata que hasta ahora han militado en la unión de la izquierda. Aunque ello también supondría un rudo golpe para el socialismo francés y el último resultado del bombardeo comunista, cuyo principal objetivo es dinamitar la hasta ahora ascensión de los socialistas.

Giscard tiene ahora las manos más libres que nunca, y no cabe duda de que aprovechará la coyuntura; aunque de su natural prudente -algunos dicen que también indeciso- no cabe esperar medidas fulminantes. Su política, tantas veces enunciada, se basa en el cambio y en las reformas. Si hasta ahora cabía achacar en buena parte a la presión gaullista y a la crisis económica los escasos resultados de ese reformismo, no cabe duda de que el clamor popular de los quince millones de electores que votaron a la izquierda los dos domingos pasados no puede ser desatendido. Pues no hay que olvidar que el sistema electoral francés, hecho a la medida de De Gaulle, prevé elecciones presidenciales para dentro de tres años. La democracia inventada por el general no admite respiros prolongados, y su propio fundador dio el ejemplo al presentarse en numerosas ocasiones ante, el electorado. Es una extraña e híbrida especie de democracia entre parlamentaria y presidencialista, con sistema electoral simplificador a ultranza, y con visos de auténtica democracia directa por la abundancia incesante de consultas electorales. Pero que, veinte años después de su fundación, sigue funcionando con eficacia indudable, pues parece haber calado en profundidad en el pueblo francés.

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