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Tribuna
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Suplantaciones políticas

No he regresado a tiempo para votar personalmente y, como ya ha contado Román Gubern en carta a EL PAIS, nos fue imposibilitado el voto por correo en California del Sur, donde ambos estábamos. Cuando el referéndum, todo fueron facilidades. Ahora, todo dificultades. Nosotros, los residentes allí, éramos relativamente pocos, Pero sin duda se ha tratado de una «negligencia» muy premeditada, destinada a impedir el voto a todos los que no podían ser alcanzados por la propaganda de la Televisión española.Muchas veces, y aquí mismo, he considerado a los partidos, si no tanto como un mal necesario, sí como un instrumento político que debe ser continuamente vigilado desde la base, para que no se le evapore la esencia democrática. Mas con todas las reservas que su efectivo funcionamiento nos merezca, ahí están y existen por sí mismos el PSOE y el PSP, el Partido Comunista, un Partido Liberal no suficientemente unificado y la Democracia Cristiana (sí, la Democracia Cristiana, sobre la que luego volveré). Todos ellos, y con ellos el residual franquismo de AP, son opciones políticas reales. Mas, ¿puede decirse otro tanto del conglomerado aparentemente vencedor, compuesto de grupúsculos sin incidencia ninguna en la opinión pública, salvo la más bien modesta que podría haber tenido el PP, y que se lo debe todo al aura de prestigio cuidadosamente manufacturada para envolver al presidente Suárez?

Sin exageración, se puede decir que en España nadie ha votado a ese fantasma, a toda prisa conjurado, que se ha llamado la Unión del Centro Democrático. Todos los que lo han hecho, en realidad han votado a la imagen televisivo-internacional (México, Estados Unidos) que se nos ha dado de Adolfo Suárez. De un Adolfo Suárez que todavía nadie sabe en España -tantas cosas, en tan poco tiempo, ha sido- «quién» es, «qué» es. (Aunque, como preví cuando su nombramiento primero, haya «hecho el milagro».)

Es decir, que en España ha triunfado -en escaños mucho más que en las urnas- una entelequia, un partido inexistente que, en el mejor de los casos, se constituirá como partido en las Cortes y por la vía, extrademocrática, de una unión parlamentaria. Y en cambio un partido real, la Democracia Cristiana, ha sido el gran perdedor. ¿Por qué?

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Doy por cierto -así me lo dicen- que, en efecto, la campaña electoral de la Democracia Cristiana haya sido mal llevada. Supongo también que la concepción cuasipatrimonial, familiar, que tiene de su partido Gil-Robles, y la inclinación ambiguamente izquierdizante de Ruiz-Giménez, alarmante para muchos de sus potenciales votantes, muy tibia e indecisa para los otros, les ha perjudicado, impidiendo así que el viejo y gran parlamentario, que podía dar lecciones de, oficio a todos los nuevos diputados, y el ecléctico, comprensivo y honesto ex ministro que hizo, o intentó hacer, la primera apertura en el franquismo, no puedan sentarse, como a todas luces merecían, en el Congreso de los Diputados. Y evidentemente la carencia de un órgano de expresión del partido -pues Cuadernos para el Diálogo de ninguna manera lo ha sido de la ID de Ruiz-Giménez-, les ha dejado indefensos frente a sus competidores -no hay peor cuña que la de la misma madera- del Ya.

Desde hace muchos años vengo escribiendo en contra de los partidos democristianos, cuya existencia no responde ya a una hora como la nuestra, de secularización y separación rigurosa de la Iglesia y el Estado. Pero siempre he hecho la reserva de que en España, nos guste o no, un partido político con*fesional era, todavía, una realidad. Su aparente desmoronamiento electoral, ¿significa que ya ha dejado de serlo y que los españoles hemos ingresado en una etapa moderna de plena secularización? Pienso que todavía no, y mostrarlo, en alguna discrepancia con mi querido e inteligente amigo Antonio Marzal, en reciente artículo de EL PAIS, es lo que voy a intentar hacer.

A la «maniobra» que ha dado el triunfo a la UCD creo que no han sido ajenos la jerarquía eclesiástica -lo que en otras ocasiones he llamado el táranconismo- y grupos seculares muy conspicuos y poderosos de la Iglesia española y de nuestro «catolicismo sociológico». La genuina Democracia Cristiana ha carecido, ya lo hemos visto, de órganos de expresión. La pseudodemocracia de propagandistas y de «tácitos» (qué curiosa confesión -confesión tacitista- contiene este nombre, no sé bien si «acto fallido» en el sentido freudiano, o simple y crasa ignorancia) tenían nada menos que a Ya. Pero ¿qué es el diario Ya? El continuador de El Debate y de Acción Popular, el diario de la «santa casa», el periódico de quienes, repetidores del Gil-Robles de la República, han derrotado al Gil-Robles actual. Sí, es triste lo que ha ocurrido. Un, llamémosle así, partido, creado desde el poder, una mezcla bien dosificada de intriga y Presión, y la Televisión, con su pseudodemocristianismo presente ya en los primeros -o segundos- Gobiernos de Franco, un partido entre postfranquismo y CEDA, ha suplantado a la genuina Democracia Cristiana, de la misma manera que, con improvisado disfraz «liberal», ha suplantado a los genuinos antifranquistas liberales. (¿Por qué no ha de estar en el Congreso, por ejemplo, un hombre tan por todos conceptos ejemplar y, estoy seguro, tan espléndido parlamentario como Jaime Miralles?)

Naturalmente -y en esto estoy de pleno acuerdo con Antonio Marzal-, gracias a este tacitista pseudorechazo eclesiástico de los partidos confesionales, los cristianos han podido votar, en tanto que «cristianos por el socialismo», a los partidos socialistas, al Partido Comunista y hasta a ORT. Pero -para mí no hay la menor duda de ello, lo preví desde el momento mismo de la homilía de Tarancón, el-día de la coronación- lajerarquía eclesiástica ha colaborado eficazmente a la continuidad de una pseudodemocracia administrada por quienes fueron franquistas hasta la muerte de Franco, y empezaron a dejar de serlo justo al día siguiente. Precisamente quienes nos van a seguir gobernando.

Es una grave responsabilidad en la que -otra vez, pero ésta cautelosa, en vez de cobardemente- va a incurrir, está incurriendo ya, la Iglesia española.

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