"Quizá deberíamos destruir las cintas", me dijo el presidente
«¡No destruya esas cintas! », le dije a Nixon durante una larga conversación telefónica, el 11 de septiembre de 1974. El presidente estaba en fase de recuperación de una flebitis de la pierna izquierda, en Sunnyland, la finca del entonces embajador Walter Annenberg, al sur de Palm Springs, California. Esta fue la primera vez que hablamos desde su dimisión, y después del viaje a su casa en San Clemente, el mes anterior. A pesar del dolor de su pierna y su desilusión por no poder jugar al golf, su estado de ánimo, dentro de lo que cabe, era bastante bueno.Nuestra conversación se celebró después de la gracia otorgada a Nixon por el presidente Ford, pero antes de que su acuerdo sobre las cintas presidenciales fuera desautorizado por el Congreso. Este acuerdo, todavía vigente en los momentos en que hablábamos, aseguraba que Nixon tenía derecho a destruir las cintas al pasar cinco años.
En nuestra conversación telefónica yo pedí a Nixon en términos enérgicos que no destruyera las cintas. Las peores grabaciones ya habían sido oídas en público y el resto -esto es, la inmensa mayoría- podrían ser beneficiosas para él en el futuro. Naturalmente, en esas cintas había cosas comprometedoras, pero el mundo ya había oído a Nixon -le dije- en sus peores momentos. Había una gran mayoría de cintas que mostraban su vertiente bondadosa, firme y generosa. El mundo, pensé yo, debe conocerlas también. Tuve la impresión de que estos argumentos míos le convencían, pero no me confesó su opinión sobre el tema.
El asunto de las cintas ha llegado, desde luego, a ser una cuestión clave para los analistas de la etapa presidencial de Nixon. Como jefe del Gabinete de la Casa Blanca durante más de cuatro años, yo fui la única persona del equipo que conoció su existencia desde el primer momento.
Desde el principio no tuve la menor duda sobre un punto básico: la existencia del sistema de magnetófonos nunca sería divulgado; sólo Nixon y quizá una o dos personas tendrían acceso a las cintas, y únicamente para utilizarlas como referencia. El presidente compartía las mismas expectativas.
Me parecía inverosímil que el asunto pudiera enfocarse de otro modo. La finalidad de las cintas quedaría totalmeñte anulada si las cintas, o sólo el hecho de su existencia, llegasen a ser públicamente conocidas. La única justificación del procedimiento, se fundaba en la utilidad que aquellas grabaciones pudieran reportar al presidente y sólo a él. En las primeras semanas de abril de 1973 el presideilte me dijo: «Quizá debamos destruir todas las cintas, excepto las que contienen asuntos relacionados con la seguridad nacional». Yo argumenté en contra: las cintas, dije, darían al presidente el conocimiento explícito de lo que hubiera dicho; así la seguridad de que no habría equívocos sería absoluta. La conversación de todas las grabaciones -añadí- serviría de prueba frente a las acusaciones excesivas.
La preocupación de Nixon se basaba en su antigua idea sobre las interpretaciones erróneas que las cintas, parcial o aisladamente, oídas, pudieran producir.
El presidente no me dio instrucciones para destruir las cintas ni para quitar el sistema de magnetófonos y por ello no lo hice.
Cuando la existencia de las cintas llegó al conocimiento público, después de mi salida de la Casa Blanca, se planteó otra vez la posibilidad de destruirlas. La opinión dominante fue que esas cintas comprometerían a muchas personas, en los Estados Unidos y en el extranjero, por haber sido grabadas en secreto.
Yo no compartí el criterio en favor de la destrucción de las grabaciones, aunque respeté los argumentos de Nixon sobre la confidencialidad de esas conversaciones presidenciales. En vez de destruirlas, yo estaba en favor de entregar las cintas sólicitadas, creyendo que ellas me absolverían de cualquier acusación de malos hechos. Aunque me di cuenta que había. posibles interpretaciones susceptibles de perjudicarnos, yo creí que nos librarían, tanto a Nixon como a mí de muchas sospechas: las cintas no podrían mentir.
Al volver la vista atrás, comprendo que me equivoqué. No me di cuenta de que las cintas podrían mentir, creando un clima en el que aparecerían como único origen de la verdad.
El gran daño originado por las cintas consistió en dar una impresión definitiva, deforme y falsa a millones de americanos sobre Richard Nixon y su presidencia.
Las cintas de Watergate que han sido publicadas tratan solamente de las actividades dolosas relacionadas con Watergate. La solicitud del fiscal especial se limitó a 60 horas de conversaciones, de un total de más de 6.000 horas que el sistema de magnetófonos había grabado desde su instalación.
También se dijo que las cintas eran un sistema para investigar la personalidad y proyectos del interlocutor presidencial de turno, pero creo que ésta es también una acusación falsa.Contradicciones a la declaración de Nixon
Hay un gran número de aspectos varios en todo el tema de las grabaciones que requiere comentarios y aclaraciones. Algunos de los puntos señalados en la declaración de Nixon el pasado otoño, contradicen por completo mis propios recuerdos sobre la instalación de micrófonos. No recuerdo, por ejemplo, ninguna conversación con Don Kendall como especifica la declaración, en la que se dice que el amigo personal de Nixon ha transmitido, a través mío, una recomendación urgente del anterior presidente, Lyndon Johnson, para que Nixon instalase un sistema de micrófonos que le ayudasen a escribir sus memorias.
No me sorprende que Johnson pudiera hacer tal sugerencia, sabiendo la amplia instalación magnetofónica que existía en la Casa Blanca durante su administración (y que, ironías del destino Nixon hizo retirar en el momento, en que tomó posesión de su cargo). Johnson tenía verdadera obsesión por guardar cosas, y por eso aconsejaba a Nixon que conservara cada trozo de papel para su futura biblioteca presidencial. «Guarde incluso sus zapatos viejos y corbatas», pude oir que le dijo Johnson a Nixon en una ocasión. «Valen dinero».
Pero yo creo que la instalación del sistema de micrófonos de Nixon, se debió a razones distintas a los consejos de Johnson, o a cualquier tentación que el presidente Nixon tuviera sobre sus posibles memorias. Las preocupaciones de Nixon estaban más en el área de un registro histórico exacto, especialmente en las áreas de seguridad nacional y política exterior. Queria contar con un punto irrefutable de referencia, en caso de cualquier malentendido futuro en lo que respecta a lo dicho por él y otros, fueran líderes extranjeros, visitantes del exterior o colaboradores suyos.
En su declaración del pasado otoño Nixon afirmaba también que, el anterior Presidente había tenido siempre la intención de ponerlas grabaciones a disposición de los medios académicos, a través de una biblioteca presidencial. Para mí estaba claro, sin embargo" que las cintas habían de utilizarse exclusivamente para referencia personal de Nixon, o usarse bajo su dirección y en su nombre. Pero nunca estar a disnosición de persoñas ajenas a su circulo íntimo.
Por tanto, y a pesar de mi relación con el tema de las cintas desde su comienzo, yo no estaba aparentemente al tanto de cuál había de ser su destino y propósito final.
Las especulaciones sobre los planes del anterior presidente, según las cuales Nixon sólo aspiraba a tener registradas conversaciones importantes, son erróneas en un ciento por ciento. No existe ninguna duda, a pesar de las murmuraciones en contra, de que el presidente sabía perfectamente que todas las conversaciones se registraban en las áreas cubiertas por el sistema.
La idea de que las cintas llegaran a manos de cualquier otra persona o se hicieran públicas, no surgió nunca, ni como pósibilidad remota por ello se pensó que era mejor errar por exceso que por defecto de grabación. Nixon rechazó específicamente la posibilidad de un llamado «sistema selector» que hubiera permitido a él u otra persona grabar únicamente ciertas conversaciones.
Connally aconsejó quemar las grabaciones
Hay un episodio que ilustra vivamente la angustia que empezaba a crecer entre los confidentes cercanos a Nixon, al encenderse íncontroladamente la controversia pública sobre las cintas.
Durante el verano de 1973, después de presentar mi dimisión en la Casa Blanca y volver a Los Angeles, el anterior secretario del Tesoro John Connally, me telefoneo desde Texas para hablar de su proyecto de solución, al problema. Connally, que ya entonces sabía la estrecha parte que yo había tomado en el sistema de micrófonos desde el principio, me urgió firmemente para qué, si la oportunidad surgía, transmitiera su recomendación sobre el tema al presidente Nixon.
«Sólo hay un camino para el presidente. Tiene que destruir las cintas», dijo Connally con su estilo firme y decidido. «Lo que debería hacer es coger esas cintas Y apilarlas en el centro del cesped del Jardín de las rosas, bien guardado, por supuesto. Rociarlas después con gasolina, llamar a los corresponsales de prensa y prender las cintas con una simple cerilla, mientras explica a los periodistas las razones de su acto.»
No tuve ninguna comunicación con el presidente durante este período, así que no le trasladé la recomendación. No sé si Connally llegó a transmitirle la idea a Nixon directamente. Todo lo que sé es que la gente me pregunta una y otra vez, por qué no se quemaron las cintas desde el principio. Es, realmente,una terrible pregunta.
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