La última copa
La Copa le ha salvado la vida a muchos equipos in extremis, cuando ya tenían medio cuerpo fuera de la ventana, después de redactar testamento. A lo mejor por eso se llama copa. Hablamos de un torneo cómplice con la gente desesperada, curada de engaños, y que no cree en nada, salvo en los milagros. En el instante en que ya lo ha perdido todo, y sólo le quedan mecheros sin gas en los bolsillos, esa gente todavía encuentra entusiasmo para gritar que mientras hay muerte, hay esperanza. Eso es la Copa, una especie de último sueño.
No importa si todo ha salido mal, porque según un cálculo casi matemático, aún puede salir de maravilla. Basta ejecutar perfectamente un triple salto mortal, en una genialidad de ultimísima hora, que aúne locura y belleza, como en aquel momento de la madrugada en el que a casi todos, muy perjudicados, nos daba miedo regresar a casa por temor a nuestros padres, y a veces pedíamos otra ronda, calculando que así se nos pasaría la borrachera más rápido. Algunos días funcionaba, y entrabas en casa sobrio, a gatas, y no vomitabas hasta que te metías en la cama, sin despertar a nadie.
Hablamos de un torneo cómplice con la gente desesperada, curada de engaños, y que no cree en nada, salvo en los milagros
Tal vez no es el primer título al que uno le reza para que caiga en su palmarés. Eso si reza; la eficacia estadística de la oración está muy cuestionada. El año que los acontecimientos se tuercen, y un equipo deambula grogui por la Liga, la Copa es un reconstituyente automático, a semejanza de la inyección de adrenalina que John Travolta le hunde en el corazón a Uma Thurman en Pulp Fiction, cuando entra en sobredosis por consumir una heroína purísima que confunde con coca.
“Estoy a favor de cualquier cosa que me ayude a pasar la noche, ya sea una oración, un tranquilizante o una botella de Jack Daniels”, decía Frank Sinatra, que en el fondo hablaba del mismo desasosiego que en el fútbol produce la falta de títulos. La Copa te ayuda a salvar la larga madrugada por la que vagas sin levantar un triste trofeo. Celta y Barça están bien, y llegan a semifinales por causas naturales, pero pensemos en el Sevilla o el Valencia. Éste, en una temporada disoluta, en la que su afición no para de gritar “fuera, fuera” a cualquiera con aspecto de culpable, tiene la oportunidad de acabar celebrando que, tras una sucesión de malas noticias, todo ha ido bien. Ciertamente, antes deben eliminar al Barça, y aún después ganar la final, lo que, si no me equivoco, equivale a dos milagros. Pero el equipo estaba muerto y de pronto la muerte le ha concedido la oportunidad de pedir un trago.
En el Sevilla están un poco mejor, en comparación; quizá sólo un poco, aunque en los momentos decisivos son muy competitivos. No importa lo mal que estén, pues siempre hallan un hueco por el que salir a respirar. Poseen el instinto de esos fumadores desesperados que una noche se quedan sin tabaco, y buscando, buscando, recuerdan que habían guardado un paquete con dos cigarros en el cajón de los calzoncillos.
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