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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De nostalgias e inmersiones

Hace medio siglo, la heroína de cómic Valentina se nos antojaba tan joven como el mundo nada franquista en que añorábamos vivir

Manuel Rodríguez Rivero
Valentina, heroína de las viñetas de Guido Crepax.
Valentina, heroína de las viñetas de Guido Crepax.

Isabel Romero, una amiga muy querida que murió a destiempo (como si tal cosa no fuera siempre la maldita norma), tuvo durante años, sujeto con chinchetas en el vestíbulo de su casa, uno de esos pósteres euforizantes típicos de los ochenta en el que destacaba la leyenda “Hoy es el primer día del resto de tu vida”. Hace poco le leí a mi admirada Rosa Montero otro truismo arrebatado que también invitaba al carpe diem más o menos epicúreo: “Nunca seremos tan jóvenes como hoy”. Ambas certidumbres funcionan como admonición, como si su mensaje implícito fuera “ahora tu verás lo que haces” o “la pelota está en tu tejado”. Existen, sin embargo, otras maneras más resignadas de llegar a parecida conclusión: en No volveré a ser joven (hacia 1968), su favorito entre todos los poemas que compuso, Gil de Biedma proclamaba con estoicismo quevedesco su conclusión de que “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”. Como la vida se vive hacia delante, pero se comprende hacia atrás (por eso los viejos tienden a ser más sabios, pero menos listos), todas esas certezas no vienen a ser otra cosa que distintas variaciones del clásico memento mori. Lo anterior viene más o menos a cuento a propósito de Valentina (DeBolsillo), el estupendo (y barato: 17,99 euros) volumen de Guido Crepax que reúne la “tetralogía de Baba Yaga”, una de las aventuras protagonizadas por la más célebre heroína del cómic europeo de los sesenta y setenta, que estos días he vuelo a leer con renovada admiración impregnada de nostalgia. La conocí —cuando era tan joven que aún no existía “el resto de mi vida” y la muerte era una abstracción al otro lado del espejo— gracias a los fanzines Corto Maltese o Linus que mi amigo Carlos Sambricio (descendiente, por cierto, de don José de Echegaray) se traía clandestinamente de Italia, en un equipaje que incluía literatura marxista publicada por Feltrinelli y otros bocados entonces prohibidos y doblemente deseados. Crepax (1933-2003), lector de Bataille, Sade y Sacher-Masoch, había dado con la fórmula perfecta de éxito para una época en la que el cómic aún no había completado su revolución sexual: erotismo desenfrenado y vanguardia compositiva. Valentina, que se nos antojaba tan joven como el mundo nada franquista en que añorábamos vivir, era el trasunto en papel de la nueva feminidad manifestada en la psicodelia de Carnaby Street; icónicamente inspirada en Louise Brooks, una de las más rutilantes estrellas del cine de los veinte, el personaje exhibía, como su modelo, una sexualidad gozosa que no hacía ascos a nada (repito: a nada). Pero, medio siglo después del nacimiento de su heroína, lo más permanente de Crepax sigue siendo la puesta en página de sus historias en glorioso blanco y negro, con recursos como la descomposición o deconstrucción de las imágenes en microviñetas significativas, las elipsis gráficas y el flash-back, elementos todos ellos aprendidos en el cine. Un volumen de fondo de armario para todos los aficionados al cómic.

Imagen de Guido Crepax.
Imagen de Guido Crepax.

Cincuentenario

Medio siglo ha transcurrido también desde que mi generación descubriera los primeros e insólitos libros de bolsillo de Alianza Editorial. Su aspecto tenía muy poco que ver con el de los entonces habituales en las librerías: compactos, brillantes, atractivos, con excelente relación calidad-precio (50 pesetas; hoy serían 30 céntimos de euro); los primeros títulos —Unas lecciones de metafísica, de Ortega; el Mozart de Vela; el Ensayo sobre las libertades, de Aron, y La metamorfosis, de Kafka— resplandecían con sus brillantes cubiertas de Daniel Gil, uno de los grandes del diseño editorial de la segunda mitad del siglo XX. Aquella colección, nombrada “el libro de bolsillo por antonomasia” (había otras muy meritorias, pero a su lado parecían viejas), llegó a tener cerca de 2.000 títulos y era una auténtica gozada verla junta, cuando aún las librerías disponían de espacio para el fondo de referencia. Ahora, Alianza celebra el 50º aniversario de su fundación con un ambicioso programa que irá desvelando, pero conviene desde aquí recordar a su fundador, José Ortega Spottorno —uno de los grandes empresarios editoriales de aquellos años—, y otros nombres imprescindibles en la puesta en marcha de la aventura, como los de Jaime Salinas (que venía de Seix Barral), José Vergara Doncel y Javier Pradera. De entre los últimos libros publicados por el sello —que pronto se fue diversificando en otras prestigiosas colecciones como Alianza Universidad, Alianza Tres o la hoy irrepetible Alianza Forma— destaco dos que me han parecido particularmente interesantes y que se refieren a distintos aspectos de nuestro pasado reciente: Volver a las trincheras, de Alfredo González Ruibal, en el que, a partir de los objetos y vestigios encontrados en las excavaciones practicadas en las trincheras y otros escenarios de la guerra, se traza una interesantísima e insólita “arqueología de la Guerra Civil”, y Miedo y progreso, de Antonio Cazorla, publicado originalmente en inglés y subtitulado para esta edición Los españoles de a pie bajo el franquismo, 1939-1975, que proporciona una nada nostálgica visión de las vidas de los españoles “corrientes” durante la dictadura, al tiempo que anali­za los modos en que experimentaron la represión y la violencia política, y el papel disuasorio de la terrible combinación de miedo y hambre durante el primer franquismo.

Indolencias

Observo a don Mariano Rajoy a través de la verdad de plasma y no puedo evitar que me venga a mi sectaria cabeza la imagen de uno de esos individuos que viven aislados en un mundo donde sólo suceden tres cosas al día: mañana, tarde y noche. Nada más, y nada menos. Me encantaría estar un buen rato dentro de su cabeza pontevedresa, por ver si esa inmersión me ayudara a comprender lo que le sucede. Aunque dudo que, una vez dentro, encontrara en su mente algún rasgo, siquiera mínimo, de la idiosincrasia de los grandes indolentes de la literatura: de Bartleby (Melville), por ejemplo, cuyo pertinaz preferiría-no-hacerlo terminó llevándole a la catatonia y la muerte; o de Oblómov (Goncharov), el provinciano en zapatillas y bata que parece sumido en un eterno y legañoso duermevela. Meterme en su cabeza como —sin salirme del XIX, un siglo abundante en perezosos literarios— hizo Iván Turguénev con su personaje Chulkaturin, narrador y protagonista de la estupenda novela corta Diario de un hombre superfluo (Nórdica; traducción de Marta Sánchez-Nieves), que acabó por convertirse en el arquetipo del héroe ruso idealista y sensible pero incapaz de tomar decisiones y, al mismo tiempo, proclive al aburrimiento y a la arrogancia. Como quien yo me sé, pero con más grandeza literaria.

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