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Serena enciclopedia

El pianista gaditano pasa cada noche más de dos horas en el Café Central con un repertorio ecléctico e imaginativo

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En pocos rincones de Madrid el atardecer se revela tan fotogénico como en la Plaza del Ángel. Y acercarse esta semana por el Café Central para asistir al correteo mágico de los dedos mágicos de Chano Domínguez sirve casi como equivalente sonoro a esa sensación de belleza plácida y esencial. La ciudad anda lo bastante demediada como para que ni siquiera Domínguez, un indiscutible, abarrote las mesas de ese templo jazzístico que la próxima semana soplará las velas de su cumpleaños número 34. Pero ese aforo reducido incrementa, en último extremo, la sensación de complicidad y camaradería. Y el pianista gaditano se transforma de pronto en el amigo que nos deleita desde la intimidad de su salón. Un sabio gozador al que se le escapa la sonrisa mientras desgrana al final de la primera parte su Colombiana, una pieza instantánea y deliciosa, tal que el Chick Corea de hace 40 años, que la concurrencia acaba tarareando como si se la supiera de toda la vida.

Para desembocar en el Chano compositor conviene hacer escala antes en el curioso irrenunciable y el acaparador de influencias. Nuestro protagonista recorre sin prisa su geografía pianística y emocional, partiendo de los universos melódicos e intrincados de Bill Evans o Michel Petrucciani para acabar atracando en el puerto de Thelonious Monk. Pero el latido popular siempre está ahí, en las yemas de sus dedos, pugnando por aflorar a la mínima ocasión. Es esa herencia andaluza que aprendió de Albéniz (hubo una sabrosa escala en la Suite Iberia) y que tan bien supo luego desarrollar a la vera de Paco de Lucía (Canción de Amor).

Domínguez se ha convertido a estas alturas en una especie de enciclopedia serena para el jazz de las 88 teclas. Son absortas y acariciadas sus aproximaciones a los standards, desde My Funny Valentine a My One and Only Love o When I Fall In Love, pero esa capacidad para deconstruir viejas canciones a partir de armonías inimaginables es todavía más asombrosa en los casos de Gracias a la Vida y La Tarara, dos títulos sin pedigrí jazzístico. Chano ahora luce un pelo más corto pero, a sus 56 años, no ha perdido su peculiar gesto pilluelo. En esas ganas de disfrutar reside ese gusto por sentarse cada noche, durante dos horas largas, frente a un piano que se ha convertido en la prolongación de su propio latido.

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