"Si prohíben mi velo, me encierro"
Dos mujeres cuentan las razones por la que cubren su rostro y cómo enfrentarán la polémica prohibición que plantean varios ayuntamientos catalanes
Zohra y Nada sólo salen si van cubiertas con su velo, el niqab. La tela no deja al descubierto ni un mechón de cabello, tapa frente, sonrisa y nariz. Ambas se ocultan igual, pero son diferentes. Cuentan a EL PAÍS cómo viven bajo el velo integral. El debate sobre esta prenda lo han impulsado los grandes partidos políticos catalanes, en precampaña autonómica, lanzando iniciativas que basculan entre prohibir este pañuelo o el burka en los edificios públicos o ampliar la restricción a la calle. Seis consistorios votarán a partir de la próxima semana si decretan su prohibición, como hizo el ayuntamiento socialista de Lleida. El PP catalán aupará la cuestión al Senado para exigir que el veto sea nacional y afecte a la vía pública. Zohra y Nada lo rechazan. La primera se encerrará en casa si le obligan a quitárselo. La segunda ha buscado una alternativa.
"Acataré la orden, pero no la comparto", dice Nada Alkadry
Seis consistorios votarán si decretan el veto, como han hecho en Lleida
Aseguran que para ellas despojarse del pañuelo es como ir en ropa interior
Alegan motivos religiosos y rechazan sumisión al marido
Zohra Nia rechaza trasladar la cita a un café y regatea la mano con torpeza cuando el periodista se presta a estrechársela. El aparente hermetismo de esta marroquí de 38 años, nacida en Tánger y llegada a El Vendrell (Tarragona) en 2003, rebasa el niqab que oculta dos tercios de su rostro. "Estos días estoy un poco asustada", se justifica a través de la mujer que traduce sus palabras. "Si prohíben que salga a la calle con el niqab me obligarán a encerrarme en casa. No saldré sin él".
"Si se prohíbe llevarlo, me lo pondré así, ¿ves?". Nada Alkadry, arquitecta siria de 42 años, coge el fleco que cuelga del velo negro y se lo ajusta al filo de la barbilla con un alfiler, dejando al descubierto una parte del óvalo de la cara. Acaba de terminar el rezo del viernes en una mezquita de Madrid. Alkadry llega conduciendo su propio coche. En la sala de mujeres se descubre el rostro y las manos. En la puerta atiende con su pequeña en brazos a la periodista a la que acaba de conocer. Tiene tres hijos más. "¿Qué democracia reconoce que puedo vivir acorde a mi religión pero quiere impedirme vestir como quiero? Es mi libertad, mi niqab no molesta a nadie", señala con ayuda de una intérprete. "Si una ley lo prohíbe, la cumpliré sin estar de acuerdo", añade. ¿Sus hijas también lo llevarán? Mira a la niña de las trenzas. "Con 11 años se pondrá el hiyab. Tras la facultad, decidirá si quiere cambiarlo por el niqab".
Alkadry estudió arquitectura en Siria. Entró en la universidad con hiyab y, al terminar la carrera, decidió ponerse el niqab. Tenía 23 años. Con ese atuendo trabajó seis años en el Ministerio de Asuntos Religiosos de su país. Llegó a España hace 11 para casarse. Desde entonces no trabaja. No ha convalidado el título porque dice que la lengua es difícil y tendría que reexaminarse "de tres o cuatro materias". Antes de que naciera su última hija estudiaba castellano en una escuela municipal. Ahora su profesor es su marido, director de la escuela de árabe de la mezquita y profesor de religión islámica en un colegio español.
Nia, sin embargo, nunca tomó clases. Después de siete años en el país dice que entiende el español pero le cuesta hablarlo. Durante hora y media de conversación en El Vendrell no pronuncia una palabra en este idioma. Asegura que ni esta barrera lingüística ni la prenda tras la que se agitan sus ojos le han impedido integrarse. "Costó los primeros meses, pero los vecinos me reconocen, se han acostumbrado". Parte de ese proceso lo debe a sus cuatros hijos, de entre seis y 18 años, el último de ellos nacido en territorio español. Tres participan en una agrupación castellera local y otro juega en un equipo escolar de balonmano. Nia y su niqab suelen acompañarles en estas actividades.
Fue de niña cuando ella empezó a soñar con el niqab. "Lo vi por primera vez con diez años. Me gustó y pensé: habrá un día en que yo lo lleve", suspira. Aquel deseo la acompañó hasta que su marido la sorprendió por primera vez con la cara semicubierta, meses después de la boda. "Fue una sorpresa para él, por eso no se lo dije antes", relata. Se habían conocido tres años atrás y se casaron al cumplir los 18. Nia saltó del hogar paterno al de su marido. Ni ha tenido empleo ni lo busca. Su deber, explica, consiste en dedicarse a las labores del hogar.
Un hombre sube por las escaleras de la mezquita madrileña. Nada, al verlo, se cubre el rostro y se vuelve hacia la pared. El hombre desaparece y la conversación continúa a cara descubierta. Antes de aceptar posar para una foto, llama a su marido. Hablan en árabe. Él concluye en español: "Como quieras". Y accede a fotografiarse con el rostro cubierto y los guantes.
"Si fuera sumisa, tendría que pedirle permiso a mi marido para que me tomarais fotografías", dice Nia, en Cataluña, para negar que el niqab atente contra la dignidad de la mujer. "Obedezco órdenes de Alá. Estoy sometida a él, a nadie más. Si me cubro es para sentirlo más próximo". Aunque su marido le pida lo contrario, insiste, el niqab continuará donde está. "Tengo un código propio, soy la misma en cualquier sitio. Estoy tapada allí adonde voy".
Nada Alkadry pensó en relegar el niqab cuando llegó a España. "Pero en la mezquita hay muchos hombres y así me siento más segura. El hombre no debe fijarse en la mujer. Mi marido no se mete en esto, es una decisión propia". Nia también explota su velo para burlar miradas masculinas. "Lo importante, mi objetivo, es ocultar mi belleza", advierte. Se confiesa presumida, suele maquillarse. Parece atractiva. "Sólo me muestro a mi marido y a gente de confianza", zanja mientras el sol se pone tras el centro cívico municipal, donde el niqab tiene las horas contadas. Desde este viernes, cuando el gobierno local exhiba los votos necesarios para prohibir la prenda en edificios públicos, será ilegal que Nia permanezca como está ahora. Lo sabe, tuerce el gesto. "Si tengo que identificarme me lo quito. Pero moverme sin él me hace sentir incómoda". Se revuelve, suspira, se tienta la tela para comprobar que todo sigue en su sitio. Ni un pelo fuera. "Si me lo quito tengo la sensación de ir en ropa interior", añade. Y uno juraría que, por un instante, incluso se sonroja.
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