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Columna
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Los horarios que nos están matando

Ahora que van a desaparecer definitivamente las corridas de toros en Barcelona sería el momento de acabar con los exóticos horarios españoles, que casi lo mismo es.

Y no sólo desterrarlos de los confines de la autonomía catalana sino del entero suelo nacional tan devastado por la erosión de las vigentes jornadas laborales que una mitad de las separaciones matrimoniales, una tercera parte de la delincuencia juvenil y la totalidad del cinismo en preescolar se hallan influidas por la atrabiliaria costumbre de comer a las dos y media, cenar a las diez y acostarse alrededor de la una.

El costumbrismo ibérico, que dentro del deje orientalista español, atrajo a los visitantes románticos, se ha convertido con los años en una patología familiar, profesional, gastronómica y clínica que hace demasiado incómoda la organización de nuestras vidas. Padres y madres que sólo ven a hijos dormidos, jóvenes que van y vienen agotados para comer con la familia, atascos en grandes, medianas y pequeñas ciudades con la sevicia del trastorno bipolar, las fatigas crónicas, la ansiedad, las malas digestiones y el sueño exiguo.

Con una ministra de Sanidad tan bragada como la señora Salgado ¿qué obstáculo insalvable traba una regulación cabal? Tanto o peor que el tabaco, el alcohol o la anorexia -que aborrecen hasta la histeria en el ministerio de Sanidad- es acaso el ajetreo por comer y llegar a tiempo. ¿Enfermedades coronarias? ¿Agresividades desplazadas? ¿Consumo de ansiolíticos, analgésicos, antipépticos, cafés y chupitos?

La muchedumbre se desplaza arriba y abajo cumpliendo una condena acampada fatalmente sobre esta tierra de María Santísima y sin aparente voluntad de desaparecer. Porque mientras los franceses, los ingleses, los norteamericanos o los alemanes, salen de trabajar como a las cinco y pueden ir de compras, al cine, al supermercado o sentarse en un sofá, los españoles ambulan sin tregua en el circuito laboral, compran aturulladamente y dan los biberones mirando el reloj.

Ni el folclorismo que tanto beneficio ha procurado al país con la atracción de millones de turistas, justifica el mantenimiento de esta rara periodificación agraria en plena era de urbanización. Ni siquiera a los verdaderos agricultores o a los extranjeros les hace gracia esto. Y mucho menos a los demás, porque si ya no bebemos porque conducimos ni fumamos porque no hay lugar ¿para qué necesitamos las solazadas o tremebundas sobremesas de tiempos pasados?

La jornada continua sería una continuidad de la democracia por otras vías. No una simple modernización, puesto que hacerse modernos ha caído en desuso, sino una sana liberación. El trabajo mata. Y tanto más cuanto peor se paga y más abusivamente se administra. No se entiende como la señora Salgado no toma cartas en el asunto. Una vez que ha ganado el recelo generalizado a propósito de sucesivas reglamentaciones severas, ¿no le convendría una orden sin grandes antipatías?

La compatibilidad entre familia y trabajo, tiempo laboral y tiempo libre, hogar y empresa, define el elemento capital en la calidad de la vida. Asunto de esta envergadura no debería soslayarse ni un minuto dentro de un gobierno que ha presumido de caridad con la ley de dependencia, de tacto con la super ley de género y de celo sexual con los matrimonios de cualquier clase. ¿Qué parte endurecida del corazón socialista le impide abordar una materia de cordialidad superior? ¿El electoralismo? ¿El continuismo? ¿El talante? ¿Lo diletante?

Lo mismo da. Con demasiada frecuencia lo más evidente resulta ser lo que peor se ve y el respeto acrítico de algunas costumbres crea vicios tan feos que ni siquiera permiten presumir de calaveras. Y, mucho menos, de cadáveres. Muertos antes de tiempo, en suma, si el ministerio de Sanidad y Consumo no hace prevalecer pronto la energía de su primer título y favorece en cambio las horas de nuestra consumación.

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