La fragilidad de la política económica
La crisis de la deuda soberana europea pasará a la historia como el primer caso importante donde las dudas y la incertidumbre han sido creadas a partes iguales por la parte deudora y por la parte acreedora. A la falta de claridad y de unidad política de las autoridades griegas se ha unido la terrible gestión de la crisis por parte de las autoridades europeas, sobre todo las alemanas, creando momentos en los cuales, si no hubiera estado en peligro el futuro del euro, hubieran sido dignos de una comedia bufa. Europa ha repetido todos y cada uno de los errores que se cometieron durante la gestión de las crisis de los mercados emergentes de los años 1990. Se ha preocupado demasiado del riesgo moral, ha diseñado medidas de rescate que se han quedado cortas y han llegado tarde y han conseguido deteriorar de manera significativa la confianza en su capacidad de gestionar una crisis. No es de extrañar, por tanto, que los mercados recelen y, ante tantas dudas, opten por no participar en la resolución de los problemas. Y si los mercados no realizan el arbitraje necesario -comprar cuando los precios han caído ya lo suficiente-, los spreads no se reducirán y la confianza no retornará.
El futuro no tiene por qué ser negativo, y la experiencia japonesa no tiene por qué repetirse
Estamos en una situación de ausencia de participación, que es todavía peor que una situación de sentimiento negativo. ¿Recuerdan la portada de la revista Time que mostraba, a finales de los años noventa, a Alan Greenspan, Larry Summers y Robert Rubin bajo el título El comité para salvar al mundo? Entonces los mercados tenían fe ciega -quizá excesiva- en la capacidad de las autoridades económicas de resolver los problemas del mundo, y estaban dispuestos a otorgarles siempre el beneficio de la duda. Es posible que la larga crisis que estamos padeciendo desde 2007 tenga el efecto contrario: los mercados están empezando a dudar de que las autoridades tengan la capacidad necesaria para gestionar los problemas de la economía mundial. Las consecuencias son potencialmente importantes.
El recuerdo del voto negativo del paquete de rescate bancario estadounidense (el famoso TARP) el 15 de septiembre del 2008, que generó una caída de la Bolsa de más del 20% antes de su aprobación un par de semanas después, se ha convertido en un triste paradigma de las prioridades de la clase política mundial. El concepto de necesitar una crisis para así poder adoptar las medidas necesarias parece ser, por desgracia, parte de la función de reacción de las autoridades actuales en muchos países. Carecemos últimamente de estadistas que sean capaces de tomar las medidas necesarias por el bien de todos, sabiendo que el coste político puede ser muy alto. Y esto los mercados lo están entendiendo poco a poco.
El resultado es un aumento permanente de la aversión al riesgo y de la tendencia a esperar lo peor. Donde antes estaba la put de Greenspan -la creencia o esperanza de que la Reserva Federal siempre llegaría al rescate- ahora hay una desconfianza muy grande y una búsqueda de coberturas ante la potencial debacle, lo cual implica una reducción del valor de los activos al aumentar la probabilidad implícita de una catástrofe. ¿Es lógico que el coste de asegurar la deuda soberana española sea superior al de Rumania? No lo es si uno analiza fríamente las variables fundamentales de ambas economías, pero quizá sí al introducir la incertidumbre respecto a los incentivos políticos europeos y las enormes consecuencias que se derivarían de un accidente.
En este contexto, es fundamental que las autoridades de los países bajo sospecha entiendan que no basta con ejecutar las reformas necesarias. Hay que ir mucho más allá de lo necesario para poder recuperar la confianza perdida. El caso japonés es una buena lección. Dos décadas tras la explosión de su burbuja inmobiliaria y bursátil, Japón todavía renquea. Su situación fiscal es terriblemente difícil, ya que las autoridades japonesas no se han atrevido todavía a adoptar las medidas agresivas que serian necesarias para una recuperación de la confianza. Pero, dirán algunos, los tipos de interés a largo plazo no reflejan esta desconfianza. Es cierto; el problema es que los tipos de interés a largo plazo no son el lugar adecuado para medir dicha desconfianza. Los tipos a largo reflejan una mezcla de deflación y de represión financiera donde los bancos y compañías de seguros se ven casi obligados a absorber la oferta de bonos. Sin embargo, si uno observa el mercado bursátil, se da cuenta de que la cotización actual del índice Nikkei está cercana a los niveles de 1984. Sí, no es un error. La cotización de la Bolsa de Tokio en el verano de 2011 es similar a la del verano de 1984. Esta es una señal fundamental de la pérdida de confianza en la gestión económica japonesa. Nadie parece concebir un futuro esperanzador, con creación de valor, debido, sobre todo, a la falta de confianza en las autoridades.
El futuro no tiene por qué ser negativo, y la experiencia japonesa no tiene por qué repetirse. Pero la dinámica de las decisiones políticas, por desgracia, tiene tendencia a rimar. Los procesos electorales inducen miopía y generan cortoplacismo. Hay muchos ejemplos, como el debate del límite de la deuda en EE UU (con la amenaza implícita de una suspensión de pagos), la absoluta falta de ambición de las autoridades españolas en la reforma del mercado laboral y de la negociación colectiva (como ha indicado el FMI esta semana en su revisión anual de la economía española), o las múltiples trabas de las autoridades alemanas al diseño de un mecanismo de seguro fiscal europeo solvente y flexible. Hay ejemplos en sentido contrario, por supuesto. Las autoridades irlandesas, cuando diseñaron el último paquete de rescate bancario, decidieron consultar opiniones externas para así tener certeza de que las valoraciones de los bancos eran prudentes y creíbles, y evitar así que la política entorpeciera el proceso. El recientemente elegido Gobierno portugués ha afirmado, de manera contundente, que su objetivo es adoptar reformas más ambiciosas que las que pide la condicionalidad del FMI.
El comité para salvar al mundo ya no tiene miembros. El marco de política económica actual es muy frágil. Quizá así se evite la exuberancia que al final derivó en la crisis de los últimos años. Pero esto implica que los mercados diferenciarán mucho más que en el pasado y penalizarán de manera contundente a los Gobiernos que se confíen y no estén a la altura.
Ángel Ubide es investigador visitante del Peterson Institute for International Economics en Washington.
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