Pintura eterna e indestructible
Cuando yo era joven, lejano quedaba el Museo del Prado. Vivía en París o en Milán, y me preguntaba cuándo volvería a pisar sus salas y cuándo me podría instalar yo ante sus cuadros, con lienzo y caballete, para explorar las exactitudes de la copia. Me contenté con interpretar, traducir, recrear en mis estudios sucesivos algunas de sus obras (las que en aquellos tiempos me rondaban por la cabeza), y, de esta manera, manifestaba mis lazos personales con la pinacoteca madrileña. Dentro de mi inventario, recuerdo haberme alimentado de La maja desnuda de Goya, de El viejo y la criada de Teniers o de El bufón don Sebastián de Morra de Velázquez. El tiempo fue pasando hasta que mi vida española se fue normalizando -si es que una vida se puede normalizar- y pude visitar de nuevo el Museo del Prado. Entonces fue cuando me di cuenta del tiempo transcurrido durante mi ausencia y recuerdo que me precipité compulsivamente hacia las salas de Velázquez.
Mi admiración por el pintor sevillano se plasmó en un autorretrato irónico pintado en 1964 en París, Velázquez, mi padre (óleo sobre lienzo, 146 × 114 centímetros), en el que, sobre un fondo de guerra civil, en un paisaje áspero, lleno de explosiones y de violencia, el pintor de cámara de Felipe IV lleva en brazos a una criatura en pañales con la cabeza de un hombre de veintisiete años: la cabeza que tenía yo en aquel entonces, huérfano de padre desde temprana edad. Sí, yo quería tener una relación filial con Velázquez, pero nunca le había consultado para saber si estaba o no de acuerdo en tutelarme. Poco tiempo después, siempre con la preocupación de España, que nunca me abandonó en aquellos años, pinté, durante un verano en Positano, otro cuadro del mismo tamaño y para la misma exposición: La maja de Torrejón (1964, óleo sobre lienzo, 146×114 centímetros). Sobre el telón de fondo de una bandera de barras y estrellas estadounidense se destaca la maja, desnuda pero vertical. Estos dos cuadros me alejaban del Prado, pese a que yo hubiese querido acercarme al museo y a la maja de Torrejón.
Algunos cuadros viajan, otros se prestan; también los hay que se roban y luego se muestran. Este es el destino del arte: todo el mundo quiere poseerlo y nadie se contenta con mirarlo. ¿De qué manera viajan los cuadros? ¿Prisioneros dentro de cajas de madera? ¿Del derecho o del revés? ¿Boca arriba o boca abajo? Pienso en el viaje de Las meninas de diciembre de 1936, primero a Valencia, luego a Perelada, cerca de Figueras y, por fin, a Ginebra, meta del largo periplo. Al principio de la Guerra Civil, estas golpeadas meninas viajaron primero en camiones y después en tren. Las transportaron al revés -según decían las malas lenguas-, con las patas hacia arriba, como se hace con los toros de lidia para desriñonarlos y para debilitarlos. El Gobierno de la República quería poner a salvo una parte importante de su tesoro artístico, y así fue como Velázquez, Rubens, el Greco, Tiziano, Goya sortearon bombardeos y metrallas en carreteras destripadas y caminos vecinales agujereados. Llegaron 1.800 bultos y 140 toneladas a la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra.
Siempre he creído que la pintura, maltratada desde su nacimiento por su propio autor y padeciendo sufrimientos de todo tipo durante su larga vida, es eterna e indestructible. Sonrío cuando veo las exquisitas precauciones que restauradores y empleados de guantes blancos se toman con las obras en los museos.
De vez en cuando, atraído por una pintura, me detengo. Está claro que, si paso de largo, es que no he sabido mirar la obra allí colgada o que no me ha llamado la atención. Hace tiempo, en uno de mis escritos, imaginaba una instalación peculiar: consistía en colocar encima de cada cuadro un girógrafo rojo. Si se enciende como un semáforo es que la pintura pide que la veas, que la tomes en consideración, porque se lo merece y quiere que te acerques a ella. Quiere que te detengas como ante la vitrina de una puta de barrio chino, que se vuelve procaz detrás del cristal al pasar tú por delante, momento preciso en que el semáforo se pone en verde y ella se pone en situación de disponibilidad para que la valores, te quedes en su territorio, entres y comiences la negociación. Nadie ha descrito esta sensación mejor que Michel Leiris cuando escribía en L'âge d'homme:
Nada se me antoja más parecido a un burdel que un museo. Tienen el mismo aspecto sospechoso y el mismo aspecto petrificado. En el uno, están las Venus, las Judit, las Susanas, las Junos, las Lucrecias, las Salomés y demás heroínas en bellas imágenes inmovilizadas; en el otro, mujeres vivas con sus vestimentas tradicionales, sus gestos, sus decires, sus hábitos totalmente estereotipados. En ambos lugares se encuentra uno, por así decirlo, bajo el signo de la arqueología; y si me ha gustado el burdel tanto tiempo, es por lo que tiene también de Antigüedad, de mercado de esclavos, de prostitución ritual.
Siempre he confundido unas familias con otras -sean reales o ficticias-. Siempre las he mezclado, ya por distracción, ya por desinterés. Ante retratos y pinturas no he sabido de qué familia se trataba. ¿La de Carlos IV o la de Fernando VII? Incluso llegué a opinar que lo que Goya había pintado era la familia de este último. Los amigos que me quieren no me corrigieron -porque si son amigos nunca, digo bien, nunca son pedantes- cuando yo entusiasmado los invitaba a ver "la familia de Fernando VII" y me extendía en la descripción de la pintura. Me olvidaba de que Goya había retratado al monarca sin familia y que, si bien lucía un drapeado de un magnífico rojo chillón y un sorprendente manto gualda, en aquel lienzo afrontaba una vida solitaria sin apoyo de nadie, sin la muleta de esposa, cuñadas o vástagos, ni ancestros, por supuesto. Aquel sonambulismo, aquel confundirme despierto me preocupaba tanto y estaba tan harto de tal desorden que me atreví a componer un collage de la familia real, no para añadirlo a tantas obras mías dormidas en cajones, sino como promemoria, para no incurrir nunca ante propios y extraños en esa manía de inventarme cuadros pensados y jamás pintados. El caso es que, en el cuadro de Goya, vemos que el príncipe Fernando se adelanta por la izquierda, invade el primer plano, por así decirlo. Y es que el heredero ya no mira a su padre ni tiene por qué mirarlo: mira insistentemente al porvenir y al poder que se le avecina. Por eso, en mi collage La familia de Fernando VII, se me ocurrió pegar a un solitario y cejijunto Fernando encima de la figura de su padre, de manera que lo oscurecía, lo aniquilaba, como suele hacer un hijo primogénito con su progenitor, sobre todo si es Borbón. Mi Fernando, además, olvida a conciencia que de muchacho ya había sido incluido por Goya a la derecha de su representación de la saga real.
Uno de los eslóganes que se pintaban en las paredes y se escribían en los carteles de Mayo de 1968 en París rezaba así: "¿Quién le tiene miedo al rojo?". Muchos de nosotros tenemos miedo al rojo, y, especialmente, al que algunas veces pintaba Caravaggio para representar la sangre. La sangre pintada por Caravaggio Merisi es más sangre que cualquier otra sangre, escribía yo recientemente bajo el impacto del recuerdo de unos cuadros vistos en Roma, Florencia o Viena. Lo que recuerdo es que aquellos lienzos manaban sin cesar sangre a borbotones. Me llama la atención la sangre espesa, a punto de solidificarse, de los cuadros de Caravaggio, a sabiendas de que, para pintar la sangre, no basta con mezclar en las dosis adecuadas carmín con bermellón. La suya no es sangre teatral, no es sangre cinematográfica, no es sangre de ópera, es sangre de verdad, sangre evocadora de desdichas y la ha visto brotar, pues Caravaggio siempre pinta el crimen a corta distancia. Este pintor asesino está cerca del cuerpo que se desangra. Aunque sabía perfectamente lo que estaba haciendo y lo que estaba pintando, Merisi no pudo escapar y murió solo, abandonado en una playa, recordando tal vez las figuras de su David vencedor de Goliat (hacia 1602, óleo sobre lienzo, 110 × 91 centímetros), que se encuentra en el Museo del Prado. Ante este lienzo, uno escucha el silbido de la espada que atraviesa la carne sin arrepentimientos.
También escribí que si el conservador del Prado quisiera hacerme un favor -un día de clausura, por supuesto-, me permitiría realizar un sueño recurrente: ver colgado al David vencedor de Goliat de modo distinto al concebido por Caravaggio. Su posición ideal sería, para mí, la que permitiera contemplarlo de modo que la cabeza de Goliat se encontrase abajo a la izquierda, y no abajo a la derecha, con lo que haría, de esta manera, la verticalidad horizontalidad. No se trata de un capricho, tampoco de una declaración de menosprecio por el cuadro tal cual es. Si tienen la amabilidad de invertir los planos por un solo día, prometo no volver a reclamar que el cuadro quede colgado según mis deseos.
No creo que la expresión de angustia de Goliat ante la derrota, ni tampoco el estupor frente a la decapitación cambiaran por esa inversión; por el contrario, estoy convencido de que el sentido del enfrentamiento, del combate desigual y de la batalla ganada por el joven David quedaría más claro e impactaría con más fuerza, dándole simplemente un cuarto de vuelta a la escena. El brazo izquierdo y la pierna derecha de David son carnales líneas paralelas que no se encontrarán ni en el infinito; el movimiento del brazo derecho conduce nuestra mirada hacia la cabeza decapitada y el cuerpo dislocado, que hablan intensamente del desenlace del combate singular.
Velázquez, Goya, el Greco, Zurbarán, Alonso Cano, Murillo y Pedro Orrente evocaron al crucificado. El Cristo crucificado (1780, óleo sobre lienzo, 255 × 154 centímetros) de Goya, descomunal por sus medidas, es el retrato de un hombre sin ya sangre que gastar, de un hombre herido sin llagas ni úlceras. Los clavos de Cristo ni siquiera dejan trazas visibles en el cuadro. Es, sin duda, el retrato excelentemente pintado de un extraño Cristo, ejecutado con ligereza por Goya cuando tuvo el deseo de entrar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En este cuadro académico y desprovisto de violencia, el representado se sitúa en el límite de lo masculino y de lo femenino. Es un cuadro. Goya, para evitar sufrimientos inútiles, incluso dibujó un poyo de madera donde reposasen los pies del sacrificado. Obviamente, es un decir...
La Crucifixión (hacia 1597- 1600, óleo sobre lienzo, 312×169 centímetros) del Greco es una composición truculenta y yo diría, con todos los respetos, porque el cuadro los merece, que se trata de una obra operística. En general, la pintura es silenciosa y apenas susurrante, pero, cuando nos situamos frente a esta potente obra vertical, resuenan en nuestros oídos cobres y timbales. La música se exalta, si cabe, y exalta al lienzo: me hubiera gustado escuchar a Wagner con toda su potencia mientras, sentado en incómodo banco frente por frente y exactamente a tres metros de distancia, gozaría en vilo de la brutalidad de la dimensión física y pictórica de esta pintura. La figura se consume entre ocres, y la exagerada delgadez del crucificado es lo primero que llama la atención. La sangre brota del manantial de la llaga abierta e hinchada por el flujo. Abajo, a los pies de la víctima, un ángel lava las huellas del sacrificio, una María Magdalena frota la base de la cruz: la sangre no logrará regar la tierra ni la tela. Arriba, los ángeles, mientras la Virgen y san Juan, en la zona intermedia del lienzo, rodean al sacrificado ocultando sin percatarse de ello un cielo típico del Greco, tenebroso, dramático y oprimente.
Eduardo Arroyo es autor de Al pie del cañón. Una guía del Museo del Prado (Elba. Barcelona, 2011. 164 páginas. 24 euros).
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