Historias oscuras de grandes museos
El sombrero que suele (o solía) llevar Zahi Hawass recuerda inmediatamente al de Indiana Jones. Su actitud también es semejante en muchos aspectos a la del arqueólogo aventurero. Hawass ha sido, hasta su dimisión el pasado día 3, secretario general del Consejo Superior de Antigüedades de Egipto durante una década y ministro unas semanas. Y el azote de autoridades y directores de museos a los que denunció repetidamente por posesión ilegítima de algunos de los grandes tesoros de la civilización de los faraones, reclamando su devolución. Respaldado por el depuesto gobernante Hosni Mubarak, el mediático y controvertido arqueólogo parece haber abandonado de momento la enardecida misión que lideró con golpes de efecto que hicieron temblar a más de uno.
"¿A quién le interesaría la escultura griega si toda ella estuviera en Grecia? Estas piezas son grandes porque están en el Louvre"
Museos tan prestigiosos como el Louvre de París, el Metropolitan de Nueva York, el British Museum de Londres o el J. Paul Getty de California tienen un oscuro historial en la adquisición de piezas procedentes de saqueos, robos y compras ilegales. Desde hace más de tres décadas se suceden reclamaciones de los países de origen de las antigüedades que se exhiben en las salas de estos y otros centros de conocimiento universal. La polémica no deja de avivarse y los argumentos de unos y otros se enfrentan con sus razones y sinrazones. La periodista norteamericana Sharon Waxman ha realizado una investigación que la ha llevado no solo a entrevistarse con los directivos y expertos de estos museos, sino también con algunos de los defensores de la tesis de la devolución de piezas significativas a los países de origen, anticuarios y policías. Detrás de muchas de las obras reclamadas hay fabulosas historias, escandalosas maniobras, venganzas, injusticias y también argumentos de peso de ambas partes.
Todo parte de preguntas como las que se puede hacer casi cualquier visitante cuando ve, por ejemplo, la piedra de Rosetta en las salas egipcias o los monumentales frisos del Partenón griego en el Museo Británico; el busto de Nefertiti en Berlín o el zodiaco de Dendera en el Louvre, ¿qué hace esto aquí y cómo llegó? Los museos no suelen facilitar esa información.
Hay capítulos que a los ojos de hoy resultan siniestros o escandalosamente trágicos. Uno de ellos es el caso del zodiaco de Dendera, un bajorrelieve único en su especie que posee la clave de los conocimientos astronómicos del antiguo Egipto, extraído del techo del templo en la década de 1820 mediante explosiones que dañaron otras estatuas cercanas, remolcado sobre rodillos que no evitaron que cayera a un lodazal, transportado a París y comprado por Luis XVIII. El templo original luce un oneroso techo negro. A la pregunta de Waxman sobre este tema, la conservadora del Louvre responde simplemente: "¿De qué otro modo desprendería usted un techo de piedra?".
Es cierto que, sin la participación de los franceses, la egiptología moderna no existiría. Fueron las expediciones napoleónicas las que desataron la fiebre por la civilización de los faraones y quienes hicieron los primeros estudios serios. Se hicieron todo tipo de excavaciones sin los más rudimentarios criterios arqueológicos, como los actuales, que priman el estudio del conjunto de los hallazgos para establecer relaciones entre los objetos y deducir sus nexos. La dispersión de miles de objetos extraídos de las tumbas y templos ha destruido para siempre valiosos datos. Y eso vale para piezas de todas las culturas. Otra portavoz del museo parisino explicaba a la autora: "Puede que los griegos estén indignados ahora por la procedencia de esta o aquella estatua, pero ¿a quién le interesaría la escultura griega si toda ella estuviera en Grecia? Estas piezas son grandes porque están en el Louvre".
Tampoco es desdeñable el papel de preservación, estudio y difusión de otros de los grandes museos enciclopédicos. Después de que el Partenón fuera usado como polvorín por los turcos en el siglo XVII y volara en pedazos por bombas venecianas, el embajador británico en Constantinopla, lord Elgin, decidió en el siglo XIX desmontar buena parte de los frisos decorativos y vendérselos al British Museum. Hay que tener en cuenta que en esa época si encontrabas algún objeto antiguo, simplemente te lo llevabas o lo comprabas a intermediarios de dudosa reputación. No existía miramiento alguno hacia la población local y en muchas ocasiones eran los propios gobernantes los que facilitaban dichos desplazamientos a cambio de algún beneficio. Las reclamaciones de los mármoles de Elgin llevan cerca de dos siglos, pero la respuesta ha sido siempre negativa. Sería catastrófico sentar un precedente que podría cuestionar por completo el patrimonio y la función de los museos. ¿Habría que restituir cada pieza al lugar donde fue extraída? ¿Quién lo cuidaría? ¿Habría que viajar por todo el mundo para hacerse una idea de las diferentes culturas? Hay ideas que se podrían desarrollar hasta el absurdo.
Waxman no pierde de vista las luces y sombras de las historias y personajes que aborda. Señala que "la batalla por los tesoros de la antigüedad tiene como base un conflicto acerca de la identidad y al derecho de reclamar aquellos objetos que son sus símbolos tangibles", por un lado. Por el otro, está el papel que han cumplido estas instituciones, surgidas a la luz de la Ilustración y que han logrado crear un asombroso mosaico de diversas culturas para ponerlas al alcance de millones de visitantes. Además, por supuesto, del trabajo historiográfico y científico que se desarrolla en estos centros. Uno de los argumentos que suelen usar es que en los países de origen normalmente no serían capaces de preservar y conservar ese patrimonio. O que el número de visitantes sería ínfimo. Algo que, si bien es cierto en muchos casos, hoy está cambiando. Como también esa perspectiva paternalista y eurocentrista. No obstante, casos de depredación reciente, como la destrucción de los budas de Bamiyan, los saqueos en los museos de Irak y de Egipto en las recientes revueltas, hacen pensar en qué es lo más conveniente.
De todas formas, hoy las cosas están mucho más complicadas para los grandes museos y cada objeto que se ofrece a estas instituciones requiere un informe prístino sobre sus antecedentes y procedencia desde que en 1970 la Unesco dictó una resolución que prohibía la exportación y traspaso ilegal de la propiedad cultural. Algunos países también han actualizado su legislación en ese sentido.
El conflicto no es nuevo ni tiene visos de resolverse de manera sencilla. Pero lo que propone Waxman en sus conclusiones sí podría servir de base a un código de comportamiento que sería beneficioso para todos. Para empezar, es deseable mayor transparencia. "La historia del saqueo y la apropiación debe ser admitida, y debe salir a la luz para que la gente comprenda los verdaderos orígenes de estas grandes obras de la antigüedad", escribe. "Constituiría un gran gesto de integridad y humildad que desde hace tiempo viene faltando en nuestros grandes templos culturales". En cuanto a la restitución, una de las posibles fórmulas que se podrían estudiar es la colaboración entre los países ricos y los más pobres o diversas fórmulas de préstamo o alquiler. Hay quienes sostienen, por otro lado, que la posibilidad tecnológica actual permite hacer reproducciones perfectas de todo tipo de obras, casi indistinguibles del original. Una posibilidad abierta a los sitios arqueológicos, donde la cantidad de visitantes daña con su presencia el estado de conservación.
Si bien Saqueo. El arte de robar arte empieza con un capítulo dedicado a la gesta de Hawass, su salida de escena no le resta a este libro toda su actualidad. Casi el mismo día de su dimisión, en otro extremo del mundo, se confirmaba un triunfo contra la posesión ilegal de objetos de patrimonio histórico tras un largo litigio. La Universidad de Yale, que tenía en custodia desde hace un siglo un gran número de piezas extraídas por el descubridor oficial de la ciudadela inca de Machu Picchu, Hiram Bingham, ha accedido finalmente a devolver 363 de ellas en las próximas semanas. Se ha anunciado ya que serán transportadas con todos los honores en el avión presidencial peruano.
En ese sentido, el libro de Waxman tiene sus limitaciones. Su investigación abarca los cuatro museos citados. En torno a ellos construye una serie de relatos, muy documentados y de escritura ágil, que abarcan a algunos de los más relevantes -y elegantes- saqueadores de la historia. También las historias de héroes menores que, si bien lograron desentrañar misterios, desenmascarar engaños y rescatar con los tesoros parte del orgullo por la historia de su país, terminaron por verse envueltos en venganzas y enrevesadas acusaciones.
El tráfico ilícito de obras de arte se da en todo el planeta. En América Latina (territorio no contemplado en el libro de Waxman) hay peligrosas mafias que saquean a diario yacimientos, templos, palacios y museos. Solo en México, de los 35.000 sitios arqueológicos registrados, han sido expoliados 10.485. Según Fernando Báez, autor de El saqueo cultural de América Latina (Debate, 2009), se ha perdido el 60% del patrimonio tangible e intangible de la región. Una depredación que se agudizó a lo largo del siglo XX. Él mismo sufrió graves amenazas por parte de los traficantes durante su investigación. Detrás de la plácida contemplación de obras de arte en las vitrinas de los museos suele haber historias, personas y pasiones. También hay héroes y villanos, pero no siempre es fácil distinguirlos.
Saqueo. El arte de robar arte. Sharon Waxman. Traducción de José Adrián Vitier. Turner. Madrid, 2011. 423 páginas. 25 euros.
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