Fuera de carta
En ciertos restaurantes de medio (o alto) pelo el maître suele ofrecer a los clientes, junto con el menú, algunas sugerencias "fuera de carta". Los que acostumbran a comer fuera de casa saben que, a menudo, tras esa recomendación efectuada en tono confidencial y cómplice, se encubren o bien diversas sobras completas a las que conviene dar pronta salida (antes de que adquieran aromas o texturas no deseados), o caprichos creativos del chef cocinados a última hora, y que, por esa misma razón (ojo al truco), no han podido incluirse en la lista del día. Como quiera que los intimidados comensales no se atreven jamás a preguntar el precio de esas viandas sobrevenidas, lo cierto es que los "fuera de carta" suelen ocasionar sorpresas a la hora de pagar. Algo que, por cierto, no ocurre nunca en los restaurantes de comida rápida, donde todo está tan estandarizado como en una cadena de montaje. Como quizás recuerde alguno de mis improbables lectores, siempre he sentido una especie de debilidad culposa por esos restaurantes fast-food donde uno puede degustar sabrosa comida (algunos piensan que es basura, pero lo cierto es que jamás los pillan en las inspecciones) a precios económicos. Dejando a un lado el hecho de que esos populares establecimientos globalizados en los que se alimentan jóvenes y adultos con pocos recursos constituyen hoy día una especie de comentario irónico al estridente interés de las clases medias (y de sus medios de clase) por la alta cocina de firma, lo cierto es que en ellos también se ponen en escena interesantes piezas de temática social que uno nunca podría contemplar en los restaurantes "fuera de carta". La otra noche, por ejemplo, cuando arreciaba el frío y hasta los habituales sin techo habían desertado de sus precarios apartamentos de cartón, entré en un Burger King particularmente cálido y frecuentado. Me senté provisto de mi whopper frente a una mesa ocupada por una mujer de edad indefinida, de cabello hirsuto y desaliñado y ataviada con varias capas de andrajos, que no paró de hablar y de ofrecer patatas fritas a un malherido (había perdido el ojo izquierdo y el brazo del mismo lado) oso de peluche encaramado a un pequeño ajuar depositado sobre el asiento de al lado. De vez en cuando, la mujer le estampaba un tierno beso grasiento y le pasaba la mano por la cabeza, como atusándole un peinado imposible. En un momento dado, la sin techo pareció enfadarse por algo que su compañero hubiera dicho o hecho y lo arrojó con rabia al suelo, para recogerlo inmediatamente y propinarle otra tanda de besos con sabor a ketchup y cebolla: "Mi vida", oí que le llamaba entonces. Se me ocurrió que la escena, en la que pocos parroquianos habían reparado, podría haber interesado a Salinger como motivo colateral para uno de aquellos relatos que dejó de publicar casi medio siglo antes de su muerte. Como saben Millás y Auster, la vida está llena de casualidades, y a los dos o tres días de la conversación entre la mendiga y su inanimado amante (lo que queremos nos quiere / aunque no quiera querernos, decía Pedro Salinas), leí en la prensa que, según se desprende de la correspondencia con un amigo británico, al creador de Holden Caulfield y de los hermanos Glass también le gustaban las hamburguesas de Burger King ("mejores que meramente comestibles", afirma). De modo que, a lo mejor, el célebre "recluido" solo se recluyó (y renunció a publicar) para poderse comportar como alguien normal sin que los medios metieran las narices en su vida. Para terminar: de modo diferente a lo que ocurre en la gastronomía, en la edición los platos "fuera de carta" son los libros extraterritoriales, los que se alejan del mainstream y de lo trillado. A esa especie poco abundante y escasamente comercial y mediática pertenecen las deslumbrantes prosas narrativas de Menchu Gutiérrez. Entrar en ellas es como cruzar una puerta que se abre a una habitación en la que no hay ruido y en la que prima la expresión desnuda y precisa de un mundo interior tan rico y sutil como intransferible. Su último libro, El faro por dentro, compuesto por dos relatos esencialmente vinculados, ha sido publicado, como siempre, por Siruela.
Contratos
Los editores, como los romanos de Asterix, están locos. Por lo menos, algunos. Me explico. Últimamente, la cantidad de libros que recibo semanalmente ha experimentado un descenso cercano al 20%. La verdad es que la constatación me agradaba. En primer lugar porque en la orgía publicadora de las semanas prenavideñas, en las que me pasaba el día abriendo paquetes y desechando libros, llegué a pensar que mi cuerpo estaba sufriendo una mutación semejante a la del Bibliotecario de Arcimboldo, en el que el rostro, el torso y los brazos están formados por tomos, volúmenes y centones de variada consistencia y aspecto (pero, eso sí: todos bien encuadernados, no como ahora). Y, luego, porque en mi ingenuidad suponía que el descenso tenía que ver con que -por fin- se había producido esa esperada contención editorial tan necesaria en el sector. Que nuestra producción editorial no ande muy lejos de la de Francia (65 millones de habitantes y, para qué engañarnos, país más rico y culto) siempre me ha parecido un misterio insondable. En todo caso, mi gozo en un pozo, porque el descenso nada tiene que ver con la producción de títulos, que sigue echando humo, sino con el hecho de que muchas editoriales hayan decidido ahorrarse el chocolate del loro. Siguen publicando sin parar (a pesar de la crisis y de que la facturación ha caído en picado), pero restringen los envíos a la prensa y los críticos, sin darse cuenta de que son ellos los que -con mayor o menor rigor y propiedad- dan a conocer los libros, sobre todo en una época en la que el presupuesto para publicidad ha sido laminado. Locura mucho más grave, pero sintomática de los tiempos que corren en este neo-ultracapitalismo cada día más fascistoide, me resulta la nueva "cláusula moral" que HarperCollins, el grupo editorial de Rupert Murdoch (propietario, por cierto, del tercer conglomerado de medios del planeta), ha introducido en algunos de sus contratos americanos. Según su texto, la compañía se reserva el derecho a rescindirlos "si la conducta del Autor evidencia una falta de la debida consideración hacia las convenciones públicas y morales, o si el Autor comete un delito o cualquier otro acto que tienda a provocar grave desprecio hacia el Autor, y tal comportamiento daña materialmente la reputación de la Obra o sus ventas". ¡Recastaña!, como diría Pedrín, el efebo del fascistón Roberto Alcázar: de modo que los piadosos que querían cargarse a Rushdie (y apiolaron a uno de sus traductores) van a acabar triunfando. Dentro de poco las editoriales exigirán certificados de buena conducta y valorarán (para el anticipo) los años pasados en el seminario. Como adoro las artes adivinatorias, ya he introducido en un sobre lacrado ante notario el nombre de la editorial hispánica que, en mi opinión, copiará la cláusula en un porvenir nada lejano. Y, de ahora en adelante, a rezar y abstenerse (sí, también de eso). Todo sea por la literatura.
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