Ética y estética de lo conciso
La invención estética más nueva que he presenciado en mucho tiempo ha sido imaginada por un hombre de 86 años. Uno de los montajes escénicos más poderosos que he visto en mi vida cabría en una furgoneta. Una selva llena de peligros y de animales monstruosos, un gran templo con puertas de bronce, el palacio de una reina fantástica y enloquecida, un bosque estremecido de cantos de pájaros, han existido delante de mí en un espacio plano y vacío en el que se intercalaban varas de bambú de no más de dos metros. La belleza límpida de la música de Mozart, sus tránsitos en apariencia sin esfuerzo de la candidez a la solemnidad, de la pura alegría a la desesperación, me los han revelado con más claridad y hondura que nunca unos cantantes jóvenes y desconocidos, acompañados simplemente por un piano.
La anticipación de asistir a una 'Flauta mágica' dirigida por Peter Brook se parece en algo a la de sentarse en una terraza a beber cerveza fresca
Brook no se pone a gesticular con aspavientos histriónicos para llamar la atención sobre su trabajo. En vez de amontonar, despeja, limpia, resume
El piano estaba en una esquina del escenario, en el pequeño teatro del John Jay College de Nueva York. En la tarde de julio ya había, ahora que lo pienso, una anticipación de Mozart, con el calor entibiado por la brisa que llegaba del Hudson, en uno de esos domingos de verano en los que la ciudad urgente se acomoda a otro ritmo casi de sosiego. Vestidos ligeros y sandalias, bermudas, camisas de manga corta y zapatillas de deporte. La anticipación de asistir a una Flauta mágica dirigida por Peter Brook se parece en algo a la de tomarse un helado italiano o a la de sentarse en una terraza a beber cerveza fresca: una tranquila certeza de felicidad inminente. Los directores estelares de escena, como los arquitectos de más renombre, tienden a utilizar las obras que les encargan como pretextos o rodeos para llamar la atención sobre sí mismos. A los programadores, a ciertos públicos, a ciertos cronistas culturales, esa egolatría les despierta una entregada sumisión, como la del feligrés que cae de rodillas ante una imagen venerada. No importa que el edificio sea un aeropuerto, un hospital, una torre de oficinas, una estación de ferrocarril, un puente: importa que en cada ángulo, en cada perspectiva, lleve estampado el estilo de quien lo ha diseñado, a fin de que no quepa la menor duda sobre su gloriosa autoría y sobre la opulencia económica y la irreprochable apuesta por la modernidad de quienes lo han encargado y costeado. Utilizo la palabra "apuesta" a conciencia y no sin repugnancia, dado lo mucho que aparece en la jerga de toda esta gente. Y tan secundaria como la funcionalidad o la naturaleza de un edificio erigido por un divo de la arquitectura lo es la obra que se digna montar un divo de la puesta en escena: chorreará por todas partes los signos casi siempre obvios de su particular amaneramiento, y su título y el nombre de su autor pasarán a un segundo plano. Hace unos años, cuando el muy halagado Calixto Bieito se dignó montar Wozzeck en el Teatro Real, el pequeño detalle de que el autor de la ópera era Alban Berg pareció menos relevante, según las informaciones y las opiniones que se publicaban, que la presunta audacia de la puesta en escena, que incluía una refinería petrolífera, una mesa de operaciones sobre la cual un médico violaba a un cadáver, un niño con una mascarilla de respiración artificial y con una cabeza calva como de quimioterapia. A algún amigo que me preguntó si me había gustado el Wozzeck de Calixto Bieito le dije que a mí el Wozzeck que me gustaba era el de Alban Berg.
La Flauta mágica que me gusta, no puedo remediarlo, es la de Mozart. Vi un montaje en los años noventa, en el teatro de la Zarzuela, no recuerdo dirigido por quién, en el que los personajes iban enfundados en las máscaras y los trajes de látex de la pornografía sadomasoquista, con grandes despliegues de látigos de cuero, clavos y cadenas. Nada más adecuado. Para ver y escuchar esa delicada fábula sobre el amor, la camaradería y la concordia cívica, me hizo falta mantener los ojos cerrados y los oídos bien abiertos. Vi otra Flauta mágica inolvidable en el Teatro Real, con gigantes y cabezudos y dragones de papel concebidos por Comediants. Las obras verdaderamente vivas se adaptan con una flexibilidad natural a los cambios de los tiempos, y en cada época adquieren una resonancia pública que es tan variable como la que tienen para cada uno de nosotros en las edades sucesivas en las que regresamos a ellas. La Flauta mágica que vi en la City Opera de Nueva York un día de septiembre de 2001, cuando aún permanecía en el horizonte al sur de la ciudad la columna negra de humo de las Torres Gemelas, estaba tocada por la incertidumbre y la angustia, por la irrealidad amenazadora de aquellos tiempos. Qué rara la inocencia ilustrada de la música y su risueña celebración de un porvenir de fraternidad cuando aún se respiraba en el aire el olor a la ceniza y a la carne quemada.
También esta Flauta mágica es contemporánea, pertenece al ahora mismo en el que la hemos visto. Peter Brook no se pone a gesticular con aspavientos histriónicos para llamar la atención sobre su trabajo, no acumula maquinarias escénicas, no despliega efectos carísimos y chocantes para deslumbrar a un público ansioso por sentirse aceptado en la cofradía de los expertos, de los que entienden "propuestas rompedoras" y están dispuestos a pagar cualquier precio para evitar que caiga sobre ellos el título ignominioso de conservadores. En vez de amontonar, Brook despeja, limpia, resume. Las tres horas de música se quedan en algo más de noventa minutos. La orquesta es ese pianista que acompaña a los cantantes desde su esquina y los mira y les hace gestos como si estuviera a punto de convertirse él también en un personaje. Improvisa a veces como un jazzman, agrega un énfasis o deja una nota suspendida en el filo del silencio. En un espacio tan recogido, las voces de los cantantes tienen la limpidez física de un agua que fluye. Los colores orquestales y las voces que faltan, el poderío del coro, lo compensa una sensación vigorizadora de estar escuchando, casi tocando el manadero mismo de una inspiración que parece suceder delante de nosotros. Entre las cosas de las que Peter Brook ha prescindido está toda la pompa de más de dos siglos de repertorios de ópera, esa pátina y ese peso muerto de solemnidad que el paso del tiempo acumula sobre las obras maestras: de pronto parece que La flauta mágica está escribiéndose o acaba de ser escrita y la ensayan por primera vez unos cantantes jóvenes que no saben si llegará a tener algún éxito.
Un anciano de 86 años nos da la pista para un arte de los tiempos que vienen, que ya han llegado aunque no nos demos cuenta del todo: ya no hay razón, ni dinero, para el insensato despilfarro barroco de las grandes estrellas. Y ni falta que hace. Puede haber más sofisticación en la austeridad y el despojamiento que en la opulencia; y después de tantas exhibiciones de genialidades ególatras estará bien que el talento se manifieste en la discreción e incluso la invisibilidad.
La flauta mágica, de Mozart. Versión y dirección de Peter Brook. Se representó los pasados meses de mayo y junio en Bilbao, Madrid y Barcelona. A partir de agosto continuará su gira por Alemania, Brasil y Argentina. www.newspeterbrook.com. antoniomuñozmolina.es
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