Digestiones muy pesadas
Me di cuenta de que el día empezaba mal cuando noté que el gel de afeitar salía disparado por entre los dedos de mi mano y se estampaba en el espejo del baño, ensuciando mi (todavía) dormido reflejo. Durante el desayuno derramé el café instantáneo sobre mi pantalón nuevo; y de camino al quiosco me trastabillé (casi me fracturo el cráneo) con la larga correa con la que un simpático ciudadano intentaba domeñar a sus cuatro patéticos terriers ("tienen un excelente pedigrí", me dijo incongruentemente a modo de disculpa), a los que bauticé mentalmente como Moody, Fitch, Standard y Poors. El día en cuestión era el dieciocho de julio, de manera que todo se me antojó coherente con la efeméride. La conmemoré a mi modo terminando La conspiración del general Franco (Crítica), de Ángel Viñas, que constituye un brillante prólogo a ese monumento historiográfico que es su trilogía (Crítica, 2006-2009) sobre la República durante la Guerra Civil. Además del "secreto oscuro" (un posible asesinato del que ya se había hablado) oculto en los orígenes del episodio del Dragon Rapide, me ha interesado especialmente el análisis de la tupida malla de desinformaciones con que los servicios secretos británicos dieron cuenta de aquella sublevación que "ni había triunfado del todo ni había sido derrotada" y que contribuyeron decisivamente a que Gran Bretaña permaneciera al margen del conflicto, abandonando la República a su suerte. Si la verdad es la primera víctima de toda guerra, aún lo fue más en aquella. A eso se refiere precisamente George Orwell, un británico que sí se comprometió con el bando republicano, en sus 'Recuerdos' (incluidos en el estupendo volumen Matar a un elefante y otros escritos, Turner, 2006): "A muy temprana edad supe que ningún acontecimiento encuentra su correcta traducción informativa en un periódico, pero en España, por vez primera vi reportajes de prensa que no guardaban ninguna relación con la realidad, ni siquiera la relación que se sobreentiende en una mentira normal y corriente" (cursivas mías). La tergiversación, el ocultamiento y la propaganda no cesaron en 1975, como demuestra el fervor con que historiadores revisionistas y tertulianos piomoístas los han remozado en los últimos años. Como indica el propio Viñas, de aquella catástrofe lejana cuya digestión nos sigue pareciendo pesada 75 años más tarde, ya se sabe mucho, pero todavía quedan muchos interrogantes por resolver. Y tranquilos: antes de irme a dormir, me acordé de limpiar el gel adherido al espejo.
Optimismos
¡Qué sería de nosotros sin el Baremo de hábitos de lectura y compra de libros que publica periódicamente la Federación de Gremios de Editores de España! Su desaforado optimismo constituye una bocanada de aire fresco capaz de quitarle a uno el muermo canicular, especialmente ahora, mientras arrecian los dictámenes hostiles de las agencias de calificación de riesgo. Antes de consultar el baremo de la temporada uno ya sabe que sus datos van a ser mucho mejores que los de la anterior. Si continúa la progresión optimista, dentro de una década los españoles no sólo serán los más lectores del planeta, sino también los más cultos: me los imagino como auténticas bibliotecas andantes, semejantes a los liberados de Fahrenheit 451 pero llevando siempre dos o tres volúmenes de repuesto sobre la cabeza, como si fueran modelos entrenándose para caminar con soltura por la pasarela. En la última encuesta se afirma que el 58% de los españoles lee libros en su tiempo libre (con un pequeño matiz: al menos una vez al trimestre) y que "esa población lectora" lee una media de 10,4 libros al año, "casi uno al mes". Ni el señor Zapatero, el mejor discípulo del volteriano Pangloss, sería tan optimista. Lo único que no parece variar de baremo a baremo es el hecho de que los libros de Ken Follett se encuentren entre los más leídos. Se ve que, como sus novelas son más bien gorditas y hay lectores que sólo leen ¡una vez al trimestre!, les duran más tiempo: he calculado que un lector que leyera Los pilares de la tierra (1.040 páginas) en sesiones de dos horas por trimestre necesitaría 36 meses para llegar a la última página. En todo caso, lo que parece indiscutible es que la lectura aumenta exponencialmente en casi todos los países durante las vacaciones. Los medios lo saben y hacen sus recomendaciones. Algunos, como The Observer, han elaborado listas de acuerdo con el destino veraniego de sus lectores. Para los que vienen a España, y en lo que se refiere a las novelas, la lista está presidida por Tomorrow in the Battle Think on Me (Javier Marías), una novela que al autor de la recomendación le resulta "lúgubre" (¿?), pero "monumentalmente hermosa", seguida por The Skating Rink (La pista de hielo), de Roberto Bolaño, y por los "clásicos" Requiem for a Spanish Peasant, de Ramón J. Sender, y Golden Girl (La muchacha de las bragas de oro), publicados originalmente en 1953 y 1978. Claro que la edición británica no se caracteriza por estar muy al día de la literatura que se escribe en España (ni en casi ningún otro sitio cuya lengua no sea el inglés). Sólo por curiosidad, me gustaría saber el lugar que Estados Unidos y Gran Bretaña, los mayores exportadores mundiales de literatura propia, ocuparían en el ranking de las naciones que menos libros traducen. Lo más irritante del imperialismo cultural es que jamás consigue verse la viga en su propio ojo. Se conoce que están demasiado ocupados mirándose sus imperiales ombligos.
Asquitos
Se extinguió el comunismo (y no el Estado, como pronosticaba Lenin), se derrumbó el muro de Berlín, cayeron las Torres Gemelas, se abolió sin protestas el consolador Purgatorio (reducido ahora a mero "fuego interior", como el que se produce cuando uno se traga un chile muy picante), se resquebraja el imperio mediático de Rupert Murdoch. Mi generación creía haberlo visto todo y, de repente, llega el prestigioso economista Andreu Mas-Colell, consejero de Cultura de la Generalitat, y le suelta a sus funcionarios aquello de que, para evitar despidos, hay que trabajar un poco más por el mismo dinero. En lo que respecta a su concepción de la economía, la derecha nacionalista catalana no tiene nada que envidiar a los neoliberales doctrinarios del PP, por eso cuando algo o alguien amenaza con tocarles la butxaca son indistinguibles. En todo caso, la consigna la formuló claramente Giulio Tremonti, el ministro italiano de Economía, mientras conseguía que se aprobase un paquete de medidas que va a hacer polvo a los más débiles: en el hundimiento del Titanic no se salvó ni la primera clase, de manera que todos a arrimar el hombro "solidariamente". Claro que, llegado el hipotético caso, que les quiten lo bailao a los de la primera clase. Me consuelo de tanto asquito ideológico con las sugestivas -y nada dogmáticas- memorias (Hitch-22, Debate) de Christopher Hitchens, un intelectual británico faltón y provocativo que también emprendió la consabida deriva desde la extrema izquierda a la socialdemocracia predecible y más allá. Pero que ha tenido el buen gusto de conservar su inteligencia afilada y proclive a la autocrítica.
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