Comer da asco
De un tiempo a esta parte la humanidad parece moverse por dos parámetros: el de los diez minutos y el de los dos kilos. Diez minutos es el tiempo que separa cualquier piso recién comprado del centro de la ciudad; dos kilos son los que me sobran. Conseguido el sueño de una vivienda a diez minutos del mismísimo centro, la felicidad solo depende de rebajar esos michelines. El primer paso es comprarse un libro sobre alguna dieta de moda o sobre las guarrerías de las granjas industriales.
Quince días estuve sin probar la carne tras leer Comer animales. Qué mayor elogio para el libro de Jonathan Safran Foer, un novelista brillante, autor de dos obras magníficas, frescas y originales, Todo está iluminado (2002) y Tan fuerte, tan cerca (2005). A raíz de ser padre se preocupó-obsesionó (norteamericano al fin y al cabo) con la alimentación de su hijo. Abandonó la ficción y se adentró en un trabajo periodístico y ensayístico. Durante dos años se dedicó a visitar granjas industriales norteamericanas, donde se tortura con todas las de la ley a los animales que posteriormente comeremos. El novelista emplea su pericia literaria para exponer crudamente un panorama de lo más nauseabundo.
En 'Despilfarro', Tristram Stuart desvela que al ganado le damos tres veces más de comida de lo que recibimos en leche, huevos y carne
Safran Foer no nos ahorra las diversas prácticas sádicas que los empleados de mataderos industriales realizan con los animales
En 'La cocina de la salud', el cocinero Adrià y el cardiólogo Fuster no buscan dietas milagrosas, sino impulsar pautas de vida saludables
Vayamos con la triste historia de la gallina ponedora. Son encerradas en jaulas del tamaño de medio folio (430 centímetros cuadrados, o sea, para ponerlo en perspectiva, aunque esto el escritor no lo sabe, tiene 1.400.000 veces menos espacio que un toro de lidia), les privan de luz o la encienden todo el día para conseguir 300 huevos al año. Solo el primero, al segundo no llegan; como saben que baja su producción, las matan. Sale más barato alimentar a otras nuevas.
Sigamos con la tristísima historia de la pechuga a la plancha. Son pollos modificados genéticamente para que crezca antes la carne que los huesos, por lo cual la mayoría no se sostiene en pie o presenta problemas de movilidad durante sus 39 días de vida (antaño un pollo podía vivir hasta 20 años). Cuando el pollo llega al matadero, un tercio tiene algún hueso roto y todos el pico amputado. El degollador automático que se encarga de poner fin a sus vidas no es tan automático. Los pollos se desangran lentamente, se les cuelga aún conscientes, se les despelleja conscientes y aún siguen conscientes mientras se les descuartiza, motivos suficientes para cerrar la cuarta parte de los mataderos. Safran Foer no nos ahorra la descripción de diferentes prácticas sádicas realizadas por parte de sus trabajadores.
Pero no se trata solo de tortura al pobrecito animal. Sus infecciones entran en la cadena alimentaria: todos los pollos llevan la bacteria E.coli, y hasta un 83% llega a las tiendas infectado con salmonela o capylobacteria.
El escritor nos recuerda esos misteriosos e imprevisibles virus estomacales que tan frecuentemente pillamos de unos años acá, que nos hacen vomitar o defecar sin esfínter que lo frene, y que no son "gripes de 24 horas" sino microbios de origen alimentario adaptados a los antibióticos, parte de la dieta diaria del pollo desde el día que nace y hasta que muere. Con granjas de 33.000 animales, les resulta más barato una dieta a base de fármacos que un equipo de veterinarios. Así que en Estados Unidos, los animales consumen siete veces más antibióticos que los humanos. Ya en 2004, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Mundial de Sanidad Animal advirtieron de las "emergentes enfermedades zoonóticas" y del riesgo de pandemias con origen en las granjas industriales.
Después de recorrer granjas y mataderos industriales, alguna explotación familiar -en peligro de extinción-, e incluso asaltar una granja con unos activistas para descubrir el Abu Ghraib de la tortura animal, Safran Foer nos hace una clasificación de torturas según sus víctimas, por si al lector aún le quedan ganas de seguir siendo carnívoro. La medalla de oro de la aberración es para la vida del pollo, seguido de pavos, pescados y cerdos... En último lugar, o sea, el animal comestible menos torturado (con excepción del toro), la ternera.
Si la crueldad animal o las infecciones alimentarias no fueran suficientes argumentos contra la existencia de las granjas industriales, el novelista norteamericano recuerda el problema de los residuos y el del calentamiento global. Su mayor responsable, escribe, no es el coche, ni los aviones, ni todo el transporte en su conjunto. El mayor responsable del calentamiento global es la ganadería industrial.
Respecto a la mierda, los animales de granja de Estados Unidos producen 130 veces más que la población humana: 40.000 kilos por segundo. Su volumen contaminante es 160 veces mayor que el de los vertederos municipales y sin embargo no existe una red de tuberías y desagües.
Mientras Safran Foer se centra en los animales y pide el cierre de la granja industrial ("la tierra se librará de ellas igual que un perro se sacude las moscas"), las denuncias de Tristram Stuart no son menos clamorosas. En Despilfarro, el escándalo global de la comida, nos saca los colores por la cantidad de alimentos que tiramos a la basura. Su tesis no consiste en dejar de derrochar -que también- sino en que se deje de cultivar ese exceso, con lo cual disminuiría la tala de árboles en el Amazonas, la desecación de lagos en Kenia, mejoraría la capa de ozono y la vida de todos. Tanto en un libro como en otro, se avalan sus tesis con una documentación seria y exhaustiva.
El norteamericano es un converso al vegetarianismo, pero Stuart, investigador de la Universidad de Sussex (Inglaterra), practica desde su adolescencia el freeganismo: "Para cuando acabé el instituto aprendí que podría vivir de la comida que tiraban los supermercados y otros establecimientos", confiesa en el prólogo.
Stuart no se detiene en el supermercado, sino que denuncia el derroche en cada eslabón de la cadena alimenticia: hogar, tienda, fábrica, agricultor y legislador.
Según estudios realizados en Australia y Estados Unidos, sus hogares tiran el 13% de la compra; pero las fábricas aún más. Valga como detalle el de una manufacturera inglesa obligada a desechar el 17% del pan de molde porque los supermercados le exigen que retire la corteza y la primera rebanada de cada extremo.
El investigador británico carga contra el legislador, por ejemplo, por el sistema de etiquetado de alimentos, que crea confusión entre "fecha de caducidad" y "fecha de consumo preferente". Stuart reproduce las palabras de un exconsejero de Harrods, nada menos que lord Haskings: "Si la carne ha pasado la fecha cinco o seis días yo la examinaría y probablemente la comería si estaba guardada en la nevera. No tendría problemas en comer productos lácteos, como el yogur, si huelen bien y tienen buen aspecto, aunque hayan caducado hace un mes. Por una parte, los fabricantes dan por sentado que todo el mundo es idiota; por la otra, el público es muy estúpido por tomarse esas fechas tan en serio". Alemania las está eliminando.
Al etiquetado se añade la normativa comunitaria que define aspecto, color y peso para la venta al público de frutas y verduras. Normas alimentarias que nada tienen que ver ni con la salud ni con la nutrición. Gracias a su aplicación, por cada zanahoria que se vende el agricultor tira otra; y lo mismo sucede con la patata o la lechuga. Lo que quiere decir, de entrada, que el consumidor pagará el doble. Y es que las zanahorias no pueden nacer torcidas, ni la patata con ojos, ni una lechuga ser blanca; y tampoco se comercializarán las manzanas si miden menos de 50 milímetros de diámetro, no porque sean malas, sino porque no son bellas según el criterio estético de los legisladores.
El profundo estudio de Despilfarro desmonta tópicos como la importancia de las cosechas de cereales destinadas a biocombustible: "Su cantidad es menos de la mitad de la comida que se despilfarra innecesariamente en el mundo", escribe para continuar: "La actual y creciente demanda de alimentos es insostenible, y con ello quiero decir que si no disminuye, el equilibrio de la biosfera mundial podría alterarse de manera irremediable en detrimento de muchas especies, incluida la nuestra. (...) Más del 80% de todos los mamíferos y aves en peligro están amenazados por el uso insostenible del suelo y de la expansión agrícola".
Stuart desmonta el sinsentido de una cadena alimentaria de lo más contradictoria: al ganado le damos tres veces más comida que lo que el ganado nos da a nosotros en forma de leche, huevos y carne; un tomate nos proporciona bastantes menos calorías que las que necesitamos para cultivarlo; por cada kilo de lenguado que se pesca se matan 16 kilos de otros peces. La UE calcula que entre el 40% y 60% del pescado se devuelve al mar (eufemismo para decir que la mayoría muere). La revista Science cree que si continúa la tendencia en 2048 se habrán extinguido las actuales especies de peces.
El escritor británico propone crear una tasa contra el despilfarro de alimentos, idea nada descabellada, pues ya se ha instaurado en el recibo del agua para frenar el exceso de consumo doméstico.
Por supuesto el hambre del mundo acabaría si se aprovecharan nuestros cubos de basura. Todo lo que se tira en hogares y restaurantes de Reino Unido y Estados Unidos da para aliviar a 1.500 millones de personas, más hambrientos de los existentes. Si se añaden los restos de Europa, los hambrientos de hoy comerían siete veces más que lo recomendado, es decir, caerían al otro extremo de la báscula, donde se vive la dictadura de las dietas milagrosas.
Allá por 2006 Michel Montignac asaltó las comidas de negocios. Su gancho era irresistible: "Comer, adelgazar y no volver a engordar". A éste le ha seguido Pierre Dukan. En su libro explica que ha catalogado 210 regímenes, "de los que solo hay 15 coherentes". Recuerda al "revolucionario" Atkins, aunque "abre la puerta a la grasa y al colesterol"; a Montignac, "descendiente del primero, con sus virtudes y defectos"; la dieta Weight Watchers, "demasiado baja en calorías"; el South Beach, "sin programa de estabilización", y la dieta de proteínas, "la más vendida y una bomba para engordar de por vida". Queda la suya: "Voy a parecer poco modesto si digo que es la mejor".
Entre los libros para vigilar la dieta y los libros que muestran las guarrerías que comemos se coloca La cocina de la salud, del cocinero Ferran Adrià y el cardiólogo Valentín Fuster; un libro más didáctico y ameno -gracias a la labor de Josep Corbella-, que no se propone eliminar kilos sino impulsar pautas de vida saludables.
Los millones y millones de libros vendidos por Montignac y Dukan no han servido para erradicar la obesidad. La gente colecciona regímenes con la misma voracidad que carnés de gimnasio, pero al cabo del tiempo recuperan esos dos kilitos de más, aunque sin duda no por culpa de la dieta. La culpa la tiene ese maldito piso comprado a diez minutitos del centro.
Despilfarro. Tristram Stuart. Traducción de María Hernández. Alianza Editorial. Madrid, 2011. 462 páginas. 24 euros. Comer animales. Jonathan Safran Foer. Traducción de Toni Hill Gumbao. Seix Barral. Barcelona, 2011. 384 páginas. 19,50 euros (electrónico: 13,99). El método Dukan ilustrado. Pierre Dukan. Traducción de Joan Solé. RBA Libros. Barcelona, 2001. 246 páginas. 22 euros. La dieta Montignac. Michel Montignac. Traducción de David George. H. Blume. Barcelona, 2006. 256 páginas. 24 euros. La cocina de la salud. Ferran Adrià, Valentín Fuster y Josep Corbella. Planeta. Barcelona, 2010. 380 páginas. 21,90 euros (electrónico: 15,49).
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