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Columna
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Ética y estética de los toros

Tanto se ha escrito y hablado de la controvertida prohibición de las corridas de toros en Catalunya que me he propuesto escribir algo original antes de sumergirme en las aguas del Atlántico y visto el calor que se anuncia no salir hasta que acabe el mes, poco más o menos. Seguro que han leído y oído la versión de los antitaurinos defendiendo la prohibición y la de los protaurinos criticándola. Incluso he leído y escuchado a alguna gente defender la supuesta fiesta nacional reconociendo que no le interesan los toros y que nunca han asistido a una corrida (no me hagan chistes fáciles, por favor). Pues bien, a mí, que me gustan las corridas de toros, me ha parecido genial la decisión del Parlament. ¿A que esto no lo habían escuchado nunca? ¿Cómo se puede estar a favor de una cosa y de la contraria? Si no lo saben es que no se han parado a comparar los programas electorales con las acciones de gobierno.

A mí me gustan la corridas de toros porque entiendo que la acción de torear es, en sí misma, un arte, es un ejercicio de belleza cuando se hace bien, cuando lo ejecutaba por ejemplo El Cid de hace unos años o cuando José Tomás decide torear más que acojonar al respetable con ese riesgo de muerte que tanto le seduce. Torear es, o puede ser, un arte. Y el toro es un animal bello, una estampa sublime sólo comparable a la del caballo (también partícipe de este espectáculo).

Pero los toros son más, son una literatura magnífica fruto de un vocabulario particular de una riqueza que, incluso, supera al lenguaje de los campos castellanos. Y sobre toros se han escrito algunas de las mejores crónicas de la historia del periodismo español. Tampoco olvido algunas coplas maravillosas, desgraciadamente manipuladas por el franquismo. Hay mucho que descubrir en esa fiesta tan manipulada, en esas crónicas del maestro Joaquín Vidal, a quien tanto hemos echado en falta en este debate, como en tantas otras cosas.

Y, sin embargo, siempre he estado a favor de prohibir la fiesta de los toros, el único espectáculo que exige la muerte de un animal, después de ser torturado con una puya, con seis banderillazos y una estocada no siempre bien ejecutada. Una fiesta exageradamente sangrienta, casi antediluviana. El beneficio del arte de torear exige el precio de una vida y ahí topa la ética con la estética de los toros. Y ahí no tengo dudas. La ética es lo primero. Entiendo que el hombre siempre ha querido divertirse con los animales, pero el sacrificio no puede ser el precio de la fiesta, ni la tortura el amansamiento del poder de un toro. Una cosa es correr delante de un toro y otra cosa matarlo y darle una vuelta de honor si ha sido bueno sin que el morlaco pueda ya enterarse de que su muerte ha sido un gran éxito. No es justo, ni ético.

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