Cuando la política teme al intruso
En España y otros países vivimos más en una partitocracia, con políticos profesionales, que en una democracia. Eso no es bueno, aunque tampoco lo sea el populismo de 'independientes' a lo Berlusconi
No estoy descubriendo nada si digo que el régimen de partidos lleva un siglo perpetuándose gracias a un formidable arsenal de estrategias legales pero también -y sobre todo- retóricas. Un caso paradigmático es el tratamiento del tema de la abstención. Solo en la última década hemos tenido índices de abstención del 60% en países latinoamericanos donde el voto no es obligatorio y superiores al 55% en los comicios europeos de 2009 y en los regionales de países como Francia e Italia. Salta a la vista que esos niveles de abstención piden a gritos algo más que reajustes del sistema, y sin embargo los partidos juegan magistralmente al despiste. Por un lado generan campañas publicitarias institucionales "a favor del voto" en las que caracterizan al abstencionista como enemigo de la democracia. Por el otro lado implantan sistemas de recuento de votos donde la abstención constituye el principal soporte del régimen.
En España los no alineados son desterrados al ámbito municipal
Con las listas cerradas, nuestra clase política se blinda incluso frente a sus militantes críticos
Probablemente el mayor éxito retórico de nuestra partitocracia sea el haber conseguido que en ningún lugar se debatan sus fundamentos. Y me refiero especialmente a sus dos fundamentos más perniciosos: la muerte del mandato libre y el monopolio de nominaciones. En el primer caso, la sumisión de los representantes a la disciplina de partido está asegurada gracias a las listas cerradas, a las que se accede haciendo méritos dentro del partido. El Parlamento queda así redefinido, citando a Leibholz, como el lugar en el que "se reúnen comisionados de partidos para dejar constancia de decisiones ya adoptadas en comités y congresos de partido".
La cosa es más escandalosa si pensamos que la Constitución Española prohíbe el mandato imperativo en su artículo 67, asumiendo que el sistema representativo evolucionará hacia ese mandato libre que defendían los pioneros de la democracia. Al mismo tiempo, el texto constitucional establece el sistema proporcional de listas de partido, que requiere del mandato imperativo, generando así la paradoja de que todas las leyes votadas en democracia son inconstitucionales. En cuanto a las nominaciones, la potestad única de los partidos permite excluir a los ciudadanos del derecho a ser electos y garantiza que las formaciones políticas puedan postular siempre para los cargos públicos a personas afines (esto también se agrava, claro, cuando el sistema de voto es por partido y no por candidato). Estas cuestiones están a la vista de todos pero no aparecen nunca sobre la mesa. Es otra cárcel retórica, esta vez por exclusión. Se trata del famoso efecto traje nuevo del emperador, tan frecuente en nuestras democracias.
Quiero concentrarme aquí, sin embargo, en una estrategia retórica en particular: la deslegitimación por parte de los partidos de la competencia de los ciudadanos que aspiran a cargos electos. En otras palabras, la censura de los políticos al intrusismo en política. Aunque se trata de un tema espinoso, por los muchos precedentes siniestros, también creo que esa censura traza una línea divisoria entre "político" y "ciudadano" que ahonda dramáticamente en la perversión del sistema democrático. Ya está claro que el ciudadano no puede presentarse a cargo electo sin estar en una formación política aprobada por el sistema. De lo que estoy hablando ahora es de cómo los partidos censuran a aquellos ciudadanos que desde esas formaciones desafían el componente oligárquico de su régimen.
El caso que ha atraído la atención en los últimos meses es el del ex presidente del Barcelona, Joan Laporta, que previsiblemente será candidato a las próximas elecciones a la Generalitat en las filas de Reagrupament, la escisión de ERC liderada por Joan Carretero. La irrupción de Laporta, con su perfil populista y su estela de éxitos, ha disparado las alarmas en los dos partidos a quienes puede robar votos, CiU y ERC. En público, tanto unos como otros le restan importancia, al mismo tiempo que engrasan su maquinaria de deslegitimación: "un saludo a la sombra" y "un suflé a punto de deshincharse" son dos de las lindezas que le han dedicado. En privado se extiende el miedo a los escaños que el intruso podría obtener, que las encuestas cifran entre cinco y una veintena.
No pretendo defender a un personaje tan turbio como Joan Laporta, pero sí cuestionar a quienes lo repudian. Hoy en día el intrusismo en política engloba dos fenómenos: uno son los ciudadanos independientes que se presentan a elecciones con partidos ad hoc que a menudo son meros vehículos para sus carreras personales. El otro son los ciudadanos sin carrera política que aprovechan su popularidad para presentarse en las listas de uno de los partidos tradicionales. Históricamente, la primera variante ha generado fenómenos de aglutinación del voto protesta contra el sistema de partidos, casi siempre desde posiciones populistas. Algunos anecdóticos, como los dos eurodiputados de la Agrupación Ruiz Mateos en 1989 o el bandolerismo del GIL en los noventa. Y otros menos anecdóticos, como la Forza Italia de Berlusconi o el ascenso del populismo autoritario "de izquierdas" de los Chávez y compañía. En todos estos casos, el recelo parece justificado. Las justificaciones históricas del sistema de partidos, desde la defensa decimonónica de los intereses de clase hasta la ley española de partidos de 1977, parecen plenamente vigentes, puesto que si la partitocracia actual es, como dice el filósofo Gustavo Bueno, una "deformación de la democracia", sigue siendo una deformación preferible a estas anomalías. Un caso algo distinto, aunque también ligado a cierto populismo, es el ascenso de activistas opositores (Havel, Walesa, Mandela) en la quiebra de regímenes autoritarios. Aquí el intrusismo, se supone, es tolerable por las circunstancias históricas excepcionales.
¿Qué pasa, sin embargo, cuando a esos intrusos no se les puede aplicar tan fácilmente la etiqueta del populismo? Como es sabido, en Estados Unidos los políticos no profesionales no ocupan el margen sino el centro mismo de la vida política, debido a las diferentes nociones que imperan allí de disciplina de partido, financiación de campañas y sistema electoral. El general Eisenhower, por ejemplo, no tenía carrera política previa a 1951, y sus escarceos previos no habían sido con el Partido Republicano sino con los demócratas. El actual alcalde de Nueva York, el empresario Michael Bloomberg, que jamás ha sido político, no es ni la mitad de populista que su predecesor Giuliani. Arnold Schwarzenegger es otro famoso parvenu, y ahí están sus desviaciones de la disciplina de partido y su política ambiental inédita. Hasta puede haber personajes como el senador Lieberman -candidato a la vicepresidencia con Al Gore y uno de los antiguos líderes de opinión de la cúpula demócrata- que siguen ocupando el primer plano de la política nacional tras abandonar la militancia por no identificarse con ninguno de los grandes partidos. Es obvio que el sistema norteamericano también tiene sus problemas, pero alguien como Lieberman supone un correctivo más que saludable a la tendencia de los partidos a monopolizar el acceso a los cargos públicos electos. Y sobre todo, ofrece un modelo de pensamiento no partisano, reminiscente de los antiguos crossbenchers británicos, que recupera en mi opinión muchos aspectos positivos de la democracia previa el enquistamiento del bipartidismo.
En nuestro país, las formaciones independientes han sido desterradas al ámbito de los pequeños y medianos municipios. Se da la paradoja de que, justo cuando nuestros partidos han alcanzado niveles abisales de legitimidad, han conseguido infundir en la mente del electorado la desconfianza hacia el político no profesional. Otra cárcel retórica. ¿Hay alguna salida a ella en el pensamiento político de épocas donde la brecha entre político y ciudadano no era tan profunda? Pienso en el magnífico discurso de despedida de George Washington, por ejemplo, con sus avisos sobre la tendencia peligrosa de los partidos a acaparar poder y vengarse de sus oponentes. O en las advertencias de Joaquín Costa, uno de nuestros pensadores más visionarios, cuando en la obra cumbre del regeneracionismo decimonónico, Oligarquía y caciquismo, hablaba de un régimen donde "en vez de subordinarse los elegidos a los electores, son estos los que están sometidos a los elegidos".
Javier Calvo es escritor. Su última novela publicada es Mundo maravilloso (Mondadori).
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