El embrión y sus circunstancias
Resultan sorprendentes algunas críticas que ha despertado la concesión del Nobel de Medicina a Robert Edwards, que solo parecen tener explicación en la incomprensible vigencia de rancios postulados filosóficos
Al otorgar el Premio Nobel de Fisiología y Medicina, el Comité del Instituto Karolinska de Estocolmo suele seguir la costumbre de alternar a científicos que han hecho aportaciones básicas en el ámbito, con otros de orientación más aplicada, que desarrollan conocimientos disponibles procedentes, a veces, de otras áreas de conocimiento. Este año, con el galardón a Robert Edwards, parece que han optado por lo segundo, es decir, por un premio más bien técnico, que es consecuencia de la traslación al ser humano de prácticas experimentadas en otras especies.
Recordemos brevemente la historia: en 1890, Walter Heape había conseguido trasplantar con éxito embriones en conejas; en 1954, C. Thibault consiguió realizar las primeras fecundaciones in vitro (FIV) y su implantación en el útero también de conejas. Estos trabajos fueron mejorados en 1959 por uno de los codescubridores de la píldora anticonceptiva, M. C. Chang; en 1964 fueron aplicados por R. Yanagimachi a otras especies animales y en 1968 D. G.Wittingham consiguió la primera FIV en ratones.
Según Hipócrates, "donde hay amor a la ciencia médica, hay amor a la humanidad"
Las críticas a los avances biomédicos se basan en concepciones neoplatónicas trasnochadas
La traslación de estas técnicas a mujeres es fruto de la colaboración entre el ginecólogo P. Steptoe y el biólogo R. Edwards, ambos británicos, que fueron capaces de extraer ovocitos del folículo, fertilizarlos in vitro y transferirlos de nuevo a un útero femenino.
Las aportaciones del doctor Edwards son muy notables y justamente merecedoras del Premio Nobel, y sus consecuencias prácticas resultan impresionantes: varios millones de niños han nacido gracias a la FIV y varios cientos de miles de ellos son fruto de la donación de ovocitos a mujeres infértiles, que no habrían podido ser madres de otra forma. Además, esta técnica permite que mujeres que han superado un cáncer, pero que a causa de la quimioterapia habían contraído una infertilidad sobrevenida, puedan ser fecundadas con sus propios ovocitos criopreservados y que otras de edad relativamente avanzada desarrollen embarazos productivos, por no mencionar a las donantes del embrión, que han inaugurado la nueva categoría de "madre biológica". En conjunto, son millones las mujeres que se han beneficiado de esta técnica y que solo gracias a ella han alcanzado la maternidad.
El doctor Edwards es responsable también de otros beneficiosos avances médicos, como la introducción introcitoplasmática de esperma o la biopsia en embriones pero, sobre todo, su técnica de diagnóstico genético preimplantacional permite hoy la concepción de bebés sin enfermedades genéticas y que con su nacimiento contribuyen a curar a sus hermanos mayores, aquejados de alguna de esas enfermedades todavía incurables por otros medios. Estas técnicas ya benefician, por lo tanto, también a los varones.
En el hospital Virgen del Rocío de Sevilla se realizó una fecundación exitosa con esta técnica en 2008 y gracias al subsiguiente nacimiento de un saludable bebé, libre de betatalasemia, se pudo curar su hermano mayor, condenado, de otra manera, a una vida muy limitada y a una muerte prematura, hazaña científica que algunos sectores conservadores trataron de demonizar, calificando al neonato como "bebé medicamento".
Las innovaciones de estos dos científicos, destinadas primariamente solo a la fecundación de mujeres infértiles, han desarrollado, como hemos ido viendo, extraordinarias aplicaciones colaterales. En efecto, durante el proceso de fertilización y de crecimiento del embrión in vitro se generan más embriones de los que son transferidos, manteniéndose así una reserva para posibles nuevas implantaciones, dentro del margen temporal permitido por la ley. Con los no utilizados para la implantación, se alcanzó en 1998 uno de los hallazgos más importantes de la biomedicina actual, la identificación de las células troncales embrionarias, que han despertado nuevas esperanzas para el tratamiento de enfermedades todavía incurables.
Es razonable pensar que con los resultados obtenidos en modelos experimentales, mediante el manejo de estas células y la actuación sobre los genes, se encontrarán soluciones a enfermedades hoy carentes de terapias adecuadas, como las paraplejías, cuyas terapias se encuentran ya en fase de ensayo clínico.
Téngase en cuenta que de la misma forma que los avances de Chang en 1959 tardaron no menos de 20 años en ser trasladados a humanas, es muy verosímil que las tecnologías de la terapia celular y la cirugía genética, actualmente desarrolladas en modelos experimentales, puedan aplicarse en un próximo futuro en beneficio de la humanidad. Obviamente se requiere todavía un extenso debate científico y ético al respecto.
Todo esto es lo que reconoce el Premio Nobel 2010 en Fisiología y Medicina, que, si por algo puede ser criticado, es por haber llegado tarde, como demuestra el hecho de que el compañero de R. Edwards, el doctor Steptoe, ya no vive para ver reconocido, al fin, el trabajo de ambos.
En cualquier caso, uno esperaría que el hoy valetudinario doctor Edwards, quien, con seguridad, no va a enterarse bien del premio, recibiese el aplauso, el agradecimiento y la admiración de todo el mundo por su servicio a la humanidad. Al fin y al cabo, ya decía Hipócrates aquello de que "donde hay amor a la ciencia médica, hay amor a la humanidad" y el hoy flamante premio Nobel parece haber demostrado su amor por ambas cosas, por la medicina y por la humanidad.
Pues bien, no ha sido así: obispos de todo el orbe cristiano, como el director de la Academia Pontificia de la Vida y miembro del Opus Dei, monseñor Carrasco de Paula, han puesto el grito en su cielo condenando la concesión del Premio Nobel al doctor Edwards, la técnica de FIV y el diagnóstico genético, con la misma contumacia con la que sus predecesores condenaron en el pasado la vacuna o la anestesia, o con la que sus colegas siguen condenando hoy la utilización de las células madre embrionarias para la investigación.
No deberíamos suponer que las iglesias en general y la católica en particular adoptan esas posturas en contra del progreso científico por pura misantropía, o por simple ignorancia, sino porque se basan en un corpus doctrinal arcaico, en gran medida de origen neoplatónico, pero que es considerado sagrado e inmutable.
Las iglesias, en efecto, parecen estar en contra de la fecundación in vitro y de las otras técnicas afines, porque a lo largo de todo el proceso se desechan embriones, a los que consideran dotados de un alma inmortal.
Ahora bien, si uno se toma el esfuerzo de recorrer en la Biblia los usos del concepto que equivale a nuestra "alma", podrá constatar lo difuso y evolutivo de su contenido semántico, en el que, por otra parte, no siempre está presente la inmortalidad.
El concepto de "alma" en que se basan los obispos y sus devotos fieles para condenar muchos avances médicos actuales procede más bien de la filosofía griega que del discurso cristiano, y por ello no resulta nada extraño que el emperador Adriano, connotado y convicto pagano, de costumbres no siempre virtuosas, compusiera en su lecho de muerte unos versos que empezaban diciendo "animula vagula blandula hospes comesque corporis quae nunc abibis in loca...", o sea "almita perezosilla blandita, huésped y compañera del cuerpo, ¿a qué lugares te irás ahora...?".
Resulta sorprendente que a pesar de que la mayor parte de los avances biomédicos se han producido en los dos últimos siglos, las críticas a ellos no se basan en desarrollos filosóficos y éticos también recientes, sino en rancias concepciones neoplatónicas que resultan hoy tan trasnochadas como inconsistentes.
La negativa del Gobierno británico en su día a financiar las investigaciones del doctor Edwards, debido a presiones de las iglesias cristianas, las más recientes del Gobierno del presidente G. W. Bush a financiar investigaciones con células madre embrionarias, y las recientes condenas eclesiales a las aportaciones biomédicas del flamante premio Nobel, parecen formar parte, por lo tanto, de ese secular pensamiento anticientífico, de carácter mágico, que se resiste a pasar al desván de la historia.
Carlos Martínez-A. y Javier López Facal son profesores de investigación del CSIC.
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