El destino deportivo de la cultura
Es peligroso confundir la persecución de la excelencia científica con la ambición de ganar a cualquier precio. El problema es el lamentable estado de la Universidad española, no su lugar en las listas de clasificaciones
Querría con estas líneas manifestar mi pleno acuerdo con algunas de las afirmaciones expresadas por el profesor Tomás Ortín en su tribuna sobre La calidad de las universidades españolas (EL PAÍS, 13-12-2010). El problema planteado rebasa con mucho el ámbito universitario, pues tiene que ver con el modo como ciertas agencias, instituciones o comisiones se han apropiado del rótulo de "buenas prácticas" o del marchamo de la "calidad" o de la "excelencia" (y no seré yo quien niegue que, en nuestra sociedad, la apropiación de rótulos, fórmulas verbales y títulos retóricos es a menudo la cuestión decisiva), sin que nadie haya calibrado previamente si tales prácticas son efectivamente buenas, excelentes y de calidad, o si pueden llegar a ser al menos tan degradantes y perversas como los vicios que supuestamente vinieron a corregir. En todos los casos -ya se trate de la vivienda, de la judicatura o de la investigación científica-, esos vicios estaban relacionados con el amiguismo, la endogamia y, en general, las corruptelas grupusculares derivadas de la tendencia quizá natural en nuestra especie a preferir lo nuestro (y sobre todo a "los nuestros") antes que lo mejor o incluso que lo bueno, y extendían una sombra de sospecha sobre los nombramientos de altos cargos, catedráticos de Universidad, directores de museos, magistrados, comisarios de exposiciones o arquitectos de obras públicas, sin que esto significase, por supuesto, que la adjudicación de cargos más bajos estuviese o esté libre de toda duda. Lo que con razón nos escandalizaba de todos esos casos era el ver que personas solventes, trabajadoras, brillantes y meritorias acababan perdiendo en todas las competiciones, relegadas a la marginalidad o a lugares y puestos muy inferiores a la categoría profesional y a la sabiduría que habían demostrado tener, y todo ello por la mezquindad y la indecencia de algo que, quizá con más optimismo del que entonces pensábamos tener, llamábamos "el sistema". Porque eso era lo sangrante: que, en el fondo, todo el mundo (en cada uno de los campos correspondientes) sabía perfectamente quiénes eran los buenos y quiénes los incompetentes, siendo invariablemente estos últimos los agraciados en todas aquellas loterías cuyas bolas estaban perversamente cargadas.
Esta afinidad explica la hazaña épica de la "lectura continuada del Quijote" el 23 de abril
Los grandes festivales con cientos de eventos son comparables a los Juegos Olímpicos
Así que creímos -o creyeron quienes tenían la responsabilidad de transformar la situación- que un cambio de sistema, con múltiples controles técnicos y con todo tipo de indicadores cuantitativos (porque es preciso reconocerlo: los indicadores de calidad de los que con tanta ostentación se hace gala son todos ellos cuantitativos, no cualitativos) pondría fin a la miseria en la selección de los mejores, acaso sin darnos cuenta de que los viciosos -y tanto más cuanto más viciosos fueran- serían los primeros en adaptarse, incluso con entusiasmo, al nuevo sistema, inyectándole por todas partes sus altas dosis acumuladas de intereses inconfesables. El resultado es el que describe Ortín para el caso de las Universidades con inmejorables ejemplos: que no podríamos incorporar a la enseñanza y la investigación pública a un elenco de premios Nobel porque ninguno de ellos cumpliría los criterios de acreditación, experiencia, cargos académicos y número de sexenios exigidos por las agencias que supervisan la "calidad" de nuestra ciencia, mientras que sí lo hacen con creces todas las mediocridades que el nuevo "sistema" sigue incorporando. También tenemos "viviendas de calidad" que no tienen de calidad más que el título expedido por las agencias correspondientes, o tribunales excelentes cuya virtud consiste en que cumplen las normas de excelencia que ellos mismos han fijado como tales. Con la diferencia, con respecto a la situación anterior, de que ahora la exclusión o marginación de los mejores, tanto como la promoción de los peores, ya no parecen poder ponerse en la cuenta de las debilidades morales humanas, puesto que llevan el sello inapelable de las agencias de calidad y el reluciente marbete de los "códigos de buenas prácticas" o de los campus de excelencia, que sus beneficiarios exhiben en las solapas de sus chaquetas con el mismo orgullo que si fuera una patente de corso. Lo que no se ha modificado con respecto al pasado, y lo que por tanto sigue constituyendo un motivo de vergüenza para nuestra sociedad, es que aún sigue siendo cierto -si el "sistema" progresa es posible, empero, que este "defecto" acabe por corregirse- que en cada uno de los gremios afectados por esta novedad institucional todo el mundo sabe todavía quiénes son los que valen y los que no, y eso, además de aumentar el bochorno y la ignominia, alimenta en todos estos medios un malestar tan genuino como incomunicable (pues a quien se queja se le cierra la boca poniéndole en ella la etiqueta de enemigo de la excelencia y partidario de las "malas prácticas" felizmente superadas) ante la evidencia de lo que Rafael Argullol (en su soberbio Disparad contra la ilustración, EL PAÍS del 7-9-2009) llamaba "el triunfo de los tramposos".
De lo que no estoy nada seguro es de que el asunto esté bien enfocado sugiriendo que las Universidades deberían imitar el procedimiento de las competiciones deportivas, con "fichajes-estrella" y "equipos galácticos", que según se dice tantas satisfacciones han dado a una afición deprimida por otros motivos (antes que Ortín, ya abrió esta veta Ángel Cabrera con su España necesita un Madrid-Barça universitario, en EL PAÍS del 19-4-2010); y no solo porque los equipos de referencia son entidades privadas mientras que las Universidades sometidas a examen son sobre todo las públicas (que, a diferencia de los equipos deportivos, no fueron diseñadas para ganar competiciones sino para aumentar el saber del país), sino porque ese espíritu deportivo así invocado es el principal refuerzo del "orgullo de ser de los nuestros" que, según se ha visto, estaba en el origen del problema. Bien es cierto que Ortega y Gasset ya defendía el origen deportivo del Estado y, dolido también él ante el descenso de la marca España en la clasificación mundial, exclamaba: "¡Da pena cuando uno piensa que le ha tocado vivir en una etapa de inercia española y recuerda los saltos de corcel o de tigre que en sus tiempos mejores fue la historia de España!". De lo que ahora parece tratarse no es del origen, sino del destino deportivo de la cultura, pues sin esta afinidad profunda entre cultura y deporte sería difícil, por ejemplo, explicar una hazaña tan épica como la "lectura continuada del Quijote", que se repite con éxito y participación crecientes cada 23 de abril, siendo incluso emulada en remotas latitudes como un concurso ávido de romper marcas anteriores, y con el simpático añadido de que moviliza la solidaridad colectiva, propia de toda carrera de relevos, en pos de un objetivo final tan alto que los simples mortales no hemos llegado aún a vislumbrarlo; o bien los grandes festivales culturales, que reúnen en un breve tiempo y en un pequeño espacio cientos de eventos lúdico-literarios y estéticos, en un paroxismo de la simultaneidad solo comparable al de los Juegos Olímpicos.
Pero es muy peligroso confundir la persecución de la excelencia científica con la ambición de ganar a cualquier precio (o de situarse en los puestos de cabeza del campeonato), como parecen hacer quienes no ven el problema en el lamentable estado de la Universidad española, sino en su lugar en unas clasificaciones elaboradas por los "expertos en calidad", y por lo tanto no parecen querer mejorar la Universidad, sino únicamente la clasificación. Pues si es de esto último de lo único que se trata, ya Leoncavallo puso en boca de uno de los Pagliacci de su ópera aquello de que "para vencer hay que fingir", y por tanto no puede uno extrañarse luego de que se recurra a la trampa y al dopaje, o de que los profesores universitarios acaben luciendo en sus camisetas el logo de algunas empresas multinacionales para mejorar su presupuesto de investigación, que en tal caso estará bajo una sospecha tan siniestra al menos como la de la endogamia y el proteccionismo.
José Luis Pardo es filósofo.
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