La aplazada muerte de Tony Judt
El recientemente fallecido historiador, indomable en sus juicios, judío irreverente con el dogma y observador socarrón de las grandes instituciones culturales, pervive en sus palabras, sigue hablando para nosotros
Han sido poco más de 20 los capítulos del relato autobiográfico que Tony Judt escribió en los siete meses finales de su vida. El último en publicarse fue póstumo; lleva la fecha del 19 de agosto, aunque se distribuyó y envió a los subscriptores de The New York Review of Books (donde aparecieron todos) coincidiendo con la muerte del historiador, ocurrida el día 6 de este mes.
La historia de la enfermedad inevitablemente mortal que le diagnosticaron en septiembre de 2008 la contó el propio Judt en el primero de la serie, titulado Noche, que publicó en su momento EL PAÍS; la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) le iba inmovilizando paulatinamente el cuerpo y las extremidades, sin borrarle la capacidad mental y sin producirle dolor; "un encarcelamiento progresivo y sin fianza" (si bien al traducir 'fianza' se pierde el doble sentido de su without parole, que alude a la falta de las palabras; Tony Judt también iba perdiendo el habla).
Condenado a una supervivencia inmóvil, decidió revolotear en sus fantasías y memorias
Según Judt, "si las palabras caen en el deterioro, ¿qué las sustituirá? Son todo lo que tenemos"
Condenado a una supervivencia inmóvil y completamente asistida, la noche era el peor momento de quien, resignado a no poder ni soñar con una imposible libertad de movimientos, decidió "revolotear" en su vida anterior, sus pensamientos, sus fantasías, sus memorias y desmemorias, distrayendo de ese modo la alternativa del insomnio, la incomodidad de una postura semierecta en la cama, la angustia de unos picores corporales que por sí solo no podía calmar.
Noche era un texto crudo y doloroso de leer pero exento de toda autocompa-sión; la escritura nacía del vínculo a la expresión serena y precisa, evidentemente colmada de verdad y aun así animada por una ironía y una ocurrencia imaginativa que proporcionaban alivio, sin desvirtuar la gravedad del tono. A nadie sorprendió por tanto que lo que en esa entrega era descrito por la revista neoyorquina como "la primera de una serie de reflexiones breves", continuara y fuese creciendo de tamaño (dos y a veces tres extensos capítulos en un número), hasta constituir la bellísima, impávida, heterodoxa confesión memorial de una persona que pone plazos a su irremediable sentencia volcándose en el interior de su cabeza (lo único intocado por el mal) y sacando de ella las armas de repudio de la muerte. Para desgracia no solo del autor y de su familia sino de los muchos lectores que ha tenido en esta etapa de su carrera, el relato diferido de Judt no pudo alcanzar ni siquiera una cuarta parte de Las mil y una noches que Sherezade, una predecesora suya en el combate ficticio contra el silencio mortal, sostuvo hace siglos en algún palacio del Oriente.
Tony Judt ya era un excelente escritor antes de enfermar. Yo sólo conocía de él su apasionante estudio sobre los intelectuales franceses de la segunda posguerra mundial titulado en la edición española de Taurus Pasado imperfecto, y en sus páginas bien informadas y a veces provocativas en la argumentación se advertía la cadencia, el gusto por la metáfora y la riqueza verbal propias de los grandes nombres de la historiografía británica, que arranca en Gibbon, uno de los mayores prosistas que ha tenido la lengua inglesa, y seguiría después en Macaulay, el Carlyle de La revolución francesa, G. M. Trevelyan, hasta llegar, en la segunda mitad del siglo XX, a Eric Hobsbawm, Christopher Hill, Keith Thomas o los dos Carr, el hispanista Raymond y el eslavista E. H. (Edward Hallett), de quien Anagrama acaba de reeditar por cierto, con prólogo de Pere Gimferrer, su extraordinario Los exiliados románticos.
Los escritos memorialísticos de Tony Judt que van desde Noche hasta Meritócratas, que no llegó a ver publicado, son de otra índole. A veces, es cierto, aparecía en ellos el historiador indomable en sus juicios, el judío irreverente con el dogma y enemigo de las políticas de los últimos gobiernos de Israel, el observador socarrón de las grandes instituciones culturales (fue sonada su polémica, en las páginas de correo de la propia New York Review of Books, con la directora de la Escuela Normal de París). Sin embargo, los más memorables, al menos para mí, fueron los "proustianos", o los "benjaminianos", si nos acordamos del Benjamin de Infancia en Berlín o Diario de Moscú. En el que llamó La Línea Verde, por ejemplo, Judt reconstruía con un poderoso talento narrativo sus solitarios viajes infantiles en autobuses de línea por la Inglaterra rural, y la contenida nostalgia de sus evocaciones ponía más en relieve el gran acompañamiento placentero de la memoria individual, un caudal que al sumarse y al compartirse -no solo en circunstancias de pérdida o pesar- forma la base de nuestro desafío al olvido impuesto por los estragos del tiempo.
También recuerdo sus dos apólogos sobre el Ser austero y el Ser judío, de no aparente unidad, que publicó el pasado mayo. El segundo, que empezaba y terminaba con un emocionante tributo a Toni Avegael, prima hermana de su padre muerta en Auschwitz antes de que él naciera y fuese bautizado en homenaje a ella con su nombre de pila, insistía de manera audaz en algunas de las tesis más díscolas respecto a la cuestión judía, subrayando el a su juicio excesivo peso simbólico que arrastra un pueblo apresado por su pasado: "Ser judío", escribía Judt, "consiste en recordar lo que una vez significó ser judío".
En el otro texto simultáneamente publicado en mayo, el historiador londinense, sin perder nunca el don novelesco para la recreación de lugares y personajes, extraía de los recuerdos del racionamiento británico de después de la Segunda Guerra Mundial una serie de pertinentes reflexiones sobre la a menudo obscena sobreabundancia de las más altas capas sociales del primer mundo. Judt era demoledor comparando el rigor moral de su país natal en la época de una solidaria actitud de moderación y ahorro con la situación presente, en la que el mensaje capital de nuestros gobernantes es una apelación al consumo: "Siga usted comprando" aun en tiempos de crisis.
El último capítulo leído antes de saber su muerte, el correspondiente al número 12, volumen LVII, de The New York Review of Books, se titulaba Palabras y comenzaba, en una escena de comedia familiar muy característica de algunos de estos episodios narrados por Judt, con una reunión de parientes centroeuropeos hablando en la cocina de los padres del autor, entonces un niño, en una mezcla de las lenguas de la Diáspora: "Yo pasaba largas y felices horas escuchando hasta muy entrada la noche las discusiones de unos autodidactas centroeuropeos: 'Marxismus', 'Zionismus', 'Socialismus'. Hablar, me parecía, era el objetivo de la existencia adulta. Nunca he perdido esa sensación".
Palabras terminaba con una alusión (y no se encuentran muchas en estos escritos) al progreso de su enfermedad: "Dominado por un trastorno neurológico, estoy perdiendo rápidamente el control de las palabras, aun cuando mi relación con el mundo se ha reducido a ellas. Todavía forman con impecable disciplina y en hileras ilimitadas en el silencio de mis pensamientos -la vista desde el interior sigue con la misma riqueza-, pero ya no las puedo trasmitir con facilidad".
Sabemos ahora el desenlace de esa contienda entre el cuerpo y la mente de Tony Judt. También nos consta, por haberle seguido en estos únicos siete meses del año 2010 que llegó a vivir, su confianza en la permanencia de un mundo de palabras, que en su caso significaba a la vez la defensa de un modelo de educación humanista quizá desacreditada para siempre; su apego a ese núcleo de hablantes que usan la lengua para ocupar los espacios públicos del debate y la controversia no agresiva.
Y se preguntaba Judt en las líneas finales de aquel artículo confesional: "Si las palabras caen en el deterioro, ¿qué las sustituirá? Son todo lo que tenemos". Permanecen -y es de esperar que pronto reunidas en libro- las palabras sabias y hermosas del hombre de salud tan terriblemente deteriorada que sigue hablando muerto para nosotros.
Vicente Molina Foix es escritor.
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