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Columna
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La era del plato cuadrado

Madrid ha entrado definitivamente en la era del plato cuadrado. Primero fue Barcelona, víctima de la vanguardia, el disseny y lo cool, pero hace ya unos años que en nuestra ciudad es casi imposible salir a cenar y acabar comiendo en un recipiente redondo. La capital ha ido mudando sus bares y restaurantes tradicionales reconvirtiéndolos en espacios in, minimal o de inspiración oriental donde suena Moby y las delicias con reducción al Pedro Ximenez, claro, no lucen sobre platos clásicos.

Poco a poco se están perdiendo las tascas tradicionales, los lugares de comidas caseras con olor a puchero y a madera vieja. En la última década Madrid ha dado un salto estético y conceptual. Los políticos han procurado desapolillar la villa, sacudirla del polvo galdosiano, de la pátina rancia del franquismo actualizando su aspecto y exportando ¡Madrid! como imagen de marca. El futuro Centro Internacional de Convenciones, un rascacielos circular junto a las torres de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid, pretende, según confiesan sus propios arquitectos, crear una postal de la ciudad, un símbolo como el de las grandes y modernas metrópolis mundiales. Incluso el diseño de las luces navideñas que techan las grandes avenidas madrileñas ha sido encargado a reputados modistos.

Los jóvenes que hacíamos cola para lugares 'fashion' estamos empezando a añorar la comida casera

Con la comida y su entorno también estamos sufriendo una inquietante metamorfosis. En el último lustro los restaurantes de siempre han ido desapareciendo. El relevo generacional es el gran culpable. Los dueños de las tascas se jubilan y sus hijos, o venden el negocio a Pans & Company o lo transforman en un chill-out con brunch. Esta dramática mutación restauradora tuvo su primer síntoma en la ensalada de queso de cabra con cebolla caramelizada. Hará unos cinco años casi todos los restaurantes y locales modernos de Madrid comenzaron a ofrecer este entrante como símbolo de sofisticación y buen gusto. La ensalada mixta era la abanderada de un tiempo superado, de la España atrasada y reconcentrada en sí misma, de Torremolinos y el tipicalespanis. Los medallones de queso de cabra trémulos sobre la rúcola y rematados por una corona de hilos de cebolla dulce significó el gran salto que hoy hemos descubierto que conduce al vacío.

Los treintañeros, que fuimos adoradores de los locales con fuentecillas zen en la entrada y camareros depilados, hoy estamos empezando a echar de menos el rabo de toro y los bares con azulejos. El drama no es únicamente la proliferación indiscriminada de sitios guays donde tomar foie o padthai tumbado en grandes camas, sino la extinción de la alternativa tradicional. El inminente cierre de El Bocho, en la calle San Roque, es una llamada de atención sobre el final de un estilo de comida y de un espacio clásico donde degustarla. El mítico restaurante que conserva la decoración original de 1945 (incluso la estampa de su personal era un clásico) y la cocina de carbón debe cerrar porque el edificio, propiedad de la Universidad de Salamanca, ha sido declarado en ruinas. La taberna Pepita, en la Corredera Baja de San Pablo, sufre el mismo problema y el mismo destino.

Los jóvenes que hasta hace nada padecíamos colas o reservábamos con días de antelación para cenar en lugares fashion, estamos empezando a añorar la comida casera. La mayoría de los chicos y de las chicas que abominaron del rol de ama de casa de sus madres no sabemos cocinar más allá de una pasta y una ensalada de pimientos con ventresca. Los hogares de los treintañeros no huelen a las recetas familiares entrañables y exquisitas. Cuando nuestras madres no estén habremos perdido para siempre los sabores y las imágenes que colorearon nuestra infancia: la paella del sábado, el cocido del domingo, el aroma del azafrán, la ñora, el barreño con los garbanzos en remojo el día anterior.

Hoy la mejor dirección que puede ofrecerte un amigo o el plan gastronómico más seductor sugerido por una pareja es el de unas buenas lentejas o unos chipirones en su tinta (eran magníficos los de El Bocho). Nos hemos cansado de la sofisticación y la comida exótica. Ahora lo más chic es comer en una tasca de cocinera gorda, sentarse a una mesa coja con mantel de cuadros a saborear un guiso que nos transporte, no a Bora-Bora o a Marrakech, ni siquiera a los Campos Elíseos o al Trastévere, sino a la estrecha cocina de nuestra niñez donde comíamos felices en platos redondos.

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