Cuando sobran los jóvenes
Urge retomar las Humanidades para redimensionar la dinámica global del conocimiento y delinear nuestro bien más escaso: el porvenir
Decidió un día no crecer, y no le importó. O más bien decidió no crecer porque comenzó a importarle. A veces, ante la contundencia de la realidad sólo queda convertirse en escarabajo o aferrarse a un tambor de hojalata. Fueron las ficciones de Kafka y Grass en su momento; ahora nos toca construir las propias.
La provocación la lanzó el periodista Salvador Camarena en una columna de la semana pasada. Al revisar la situación de los millones de jóvenes que hoy en día ni estudian ni trabajan (la ya famosa generación de los ni-ni, como fue calificada hace años en España y otros países que reconocen el limbo simbólico y productivo en que están atorados estos muchachos), Camarena afirma que lo que parece estar sucediendo es que sobran jóvenes (todos esos que no encuentran ubicación productiva) o "sobramos los adultos que no hemos sido capaces de construir nuevas escaleras"; escaleras, sí, para que los que nos sucedan, avancen y transformen positivamente su entorno, su sociedad, sus perspectivas y, en el fondo, sus vidas. La pregunta que lanza Camarena no es inútil; porque si reconocemos que "nos sobran jóvenes", debemos asumir el fracaso rotundo del proyecto social al que hemos apostado.
La manifestación más evidente de esta problemática es, sin duda, la de los millones de jóvenes, en México y allende, que no encuentran lugar en la educación formal (en sus diferentes niveles) y que tampoco tienen opciones laborales en un mercado retraído y transformado. Pero no se trata sólo de la falta de oportunidades, ésas tendrían solución. Lo más grave es la falta de sentido: cuando estudiar no tiene sentido, cuando esforzarse por un empleo formal no tiene sentido, y cuando el horizonte mismo dejó de tener sentido. Agreguemos un ni a los dos ya mencionados: la generación ni-ni-ni, o ni3, la que ni trabaja, ni estudia, ni le encuentra sentido. Esa pareciera ser la verdadera tragedia en que nos estamos sumiendo, porque cuando los que tradicionalmente han sido los encargados de refrescar y transformar su entorno -los jóvenes, los que vienen, los que toman la estafeta- no encuentran sentido más allá de la supervivencia, algo pudimos haber perdido de manera irremediable.
Unas palabras de Carlos Fuentes de hace unos días acompañan esta reflexión. En una conferencia, en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, en la que compartió apuntes sobre el futuro de la educación superior, Fuentes reparó en la necesidad de revisar el camino que va a tomar la Humanidad en el Siglo XXI, de reconsiderar la ruta que emprendemos. Y fue categórico, como lo ha sido siempre, al insistir en que nuestra Historia no ha terminado. Las dinámicas de la época en que vivimos y de las que se perfilan, nos obligarían a insistir, decía Fuentes y coincido, en la necesidad del continuo educativo, de reconocer que la educación nunca concluye. Habríamos, en este tenor, de retomar las Humanidades para redimensionar la dinámica global del conocimiento, para ser capaces de educarnos en la diversidad y para delinear nuestro bien más escaso: el porvenir. Pero, ¡alerta!, cuando hemos orillado a los reales y deseables sujetos de la educación y los hemos colocado frente a un mundo que no sienten suyo, resulta ocioso insistir siquiera en la pertinencia de este continuo educativo.
Oskar Matzerath decide no crecer. Punto. Consciente de lo que pasa, lo que fue, lo que podría llegar, se aferra a su cuerpo de niño y a un tambor de hojalata, rojo y blanco. Ruido, ruido, ruido. Le provoca hacer ruido, o su particular música metálica, para evadir, entender, recordar y narrar. Desde las dimensiones inferiores de la escala humana lo ve todo, el autoritarismo que se infiltra en esa Europa, la descomposición de individuos, familias y sociedades. En fin, lo que ya sabemos. Günter Grass en su novela, Volker Schlöndorff en su película: ese Oskar, eterno niño-adulto por decisión propia. Porque hay veces que el sinsentido termina siendo sólo absurdo.
A todos nos toca nuestra parte en esta tragedia de los "jóvenes que sobran". Ya reconocimos que la educación, por muy continua que la hagamos, dejó hace mucho de ser un mecanismo de ascenso social. Por lo tanto, no se trata sólo de tener más espacio para que todos puedan estudiar, sino de revisar lo que estamos estudiando y cómo. Ya reconocimos la transformación esencial de instituciones, como la familia, que ha modificado también el sentido de futuro, de esperanza, hasta de nación. Vaya, que tenemos bastante diagnosticado el embrollo. Lo que nos toca insistir es en que la solución no es sólo técnica. Lo que más hace falta es que seamos capaces de inventarnos una historia para que incluso estas soluciones técnicas tengan sentido. De diseñar nuestras ficciones, de construir otras escaleras. En palabras de Fuentes, urge que revisemos el camino que la Humanidad va a tomar en este Siglo XXI que se nos está acortando. Porque como bien nos recordaba Camarena, esos jóvenes que sobran son presa obvia y fácil para las historias que sí están ganando: las del crimen organizado, las de la informalidad inmediata, las de...
¿Será que un día nos daremos cuenta que otra vez permitimos que los que nacen decidan no crecer, y que ya no les importe? Ahí estarán, pedirán su propio tambor de hojalata y a golpe de un ratatatatata continuo y penetrante evidenciarán lo que dejamos de hacer, ratatatatatata. En fin. Son imágenes que llegan desde el XX e interpelan al XXI, siglo que debemos forzarnos a revisar antes de que decida terminar.
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