Un puñetazo de Bush
Bush no quiere irse de la Casa Blanca con las manos vacías y anda buscando desesperadamente un legado, por pequeño que sea, que salve su nombre en los libros de historia. Vista la imposibilidad de hallarlo en Irak, ahora anda escudriñando el lugar más olvidado de todo su mandato, entre el río Jordán y el Mediterráneo, donde israelíes y palestinos suelen vivir de espaldas unos de otros cuando no están enzarzados en un combate sangriento e inacabable. Algo hay en su gesto de mimetismo: respecto a su padre, que hizo la guerra a Irak y luego convocó la Conferencia de Madrid, y respecto a Clinton, que negoció hasta el último día de su presidencia y dejó como legado sus "parámetros", rechazados por Arafat, que devolvían a los palestinos gran parte de Cisjordania, los barrios árabes de Jerusalén con la explanada de las Mezquitas incluida, reconocían los sufrimientos morales y materiales de los palestinos desde 1948 y admitían el derecho de los refugiados a regresar a Palestina, aunque no a Israel. Fue la última oportunidad de las múltiples oportunidades perdidas ("los palestinos nunca pierden la oportunidad de perder una oportunidad", dijo una vez Abba Eban, entonces ministro de Exteriores israelí), fruto del pésimo cálculo del viejo rais palestino: no creía que Sharon ganara las elecciones y pensaba que el nuevo Bush sería tan amigo de los árabes como lo había sido su padre.
Los casi siete años transcurridos desde entonces le han desmentido de forma taxativa. Bush se desentendió primero del conflicto y se entregó a continuación a las tesis de los neocons. En junio de 2002, hace cinco años, tuvo "una visión de dos Estados, viviendo uno al lado del otro, en paz y seguridad", para lo cual abandonó totalmente los parámetros de Clinton y propuso un plan de reformas para Palestina: echar a Arafat, colocar a unos dirigentes más flexibles, realizar elecciones democráticas y negociar cuando cese la violencia. De ahí salió la Hoja de Ruta, que incorporaba el objetivo final de los dos Estados y organizaba el Cuarteto (Estados Unidos, Rusia, Unión Europea y Naciones Unidas) para controlar las sucesivas etapas del proceso.
"En la historia de Israel, cada vez que la potencia tutelar ha golpeado con el puño sobre la mesa, el Estado judío se ha sometido", escribe Silvain Cypel en Entre muros, su excelente retrato de la encrucijada israelí (Galaxia Gutemberg). Una de las ocasiones en que así sucedió fue precisamente en 1991, cuando Isaac Shamir fue a rastras a la Conferencia de Madrid, obligado por George Bush padre. Pero con Bush hijo, que nada ha exigido hasta ahora al Gobierno israelí, las cosas han sido exactamente al revés. Y no sólo eso, en abril de 2004 fue más lejos que cualquier otro presidente. Por primera vez concedió que no es imprescindible un retorno a la línea verde de las fronteras reconocidas por Naciones Unidas, piedra angular hasta aquel entonces de cualquier negociación. El futuro quedaba marcado e incluso decantado con una toma de partido a favor de Israel que numerosos comentaristas compararon con lo que hizo en 1917 el secretario del Foreign Office, Arthur James Balfour, cuando reconoció el derecho de los judíos a un hogar nacional en Palestina.
Ahora, en la última curva de su presidencia, Bush acaba de anunciar la convocatoria para el otoño próximo de una nueva conferencia de paz para la resolución del conflicto entre Israel y Palestina, bajo presidencia de su secretaria de Estado, Condoleezza Rice. El presidente quiere también salvar a dos de los soldados que ha utilizado en su penoso y fracasado proyecto bélico iraquí: la causa palestina es la más adecuada para dar a Blair lo que pedía insistentemente y se le negaba durante todos estos años, y una acción diplomática multilateral el premio que corresponde a la políticamente arruinada Condoleezza Rice. Bien poco se sabe de los contenidos y de los participantes en la Conferencia, salvo que no estará abierta a los cuatro vientos como la de Madrid sino sólo a quienes reconozcan el Estado de Israel y rechacen la violencia. Pero quien tiene ahora el riesgo de perder una última oportunidad no son los palestinos -divididos, derrotados, paralizados- sino Israel, en cuyas manos está que al menos en Cisjordania se pueda vivir y respirar. Si Olmert quiere que Bush se despida con una pizca de gloria no tiene más que empezar a evacuar las colonias ilegales, eliminar los controles y el cuarteamiento del territorio, soltar a los presos palestinos que llevan más de 20 años en la cárcel, retranquear la valla divisoria hasta la línea verde devolviendo sus tierras a los palestinos y seguir con el interminable etcétera. Y si no lo hace, a Bush le queda el recurso jamás utilizado en su mandato de dar al fin un puñetazo sobre esa mesa.
http://blogs.elpais.com/lluis_bassets/
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