Cuando llegue septiembre
Quedan tres meses para que las dos locomotoras lleguen al punto de colisión. Será en septiembre, después de la Asamblea General de Naciones Unidas, en la que Mahmud Abbas, el presidente de la Autoridad Palestina, contará con el reconocimiento de Palestina como un Estado miembro por parte de un centenar largo, quizás entre 130 y 140, de los países socios. Lo único que puede impedirlo es la reanudación de las negociaciones de paz, algo que justo ahora se encuentra en uno de sus momentos más bajos, con las dos partes en radical desacuerdo respecto a las condiciones que exige a la otra para sentarse.
Las dos locomotoras lanzadas son, naturalmente, Benjamín Netanyahu y Mahmud Abbas. El primero exige al presidente palestino que rompa con Hamás, el hermano separado y ahora reconciliado, si quiere negociar la creación del Estado palestino. Tiene razones poderosas: el objetivo de Hamás es la destrucción de Israel y está clasificado por Washington y Bruselas como un grupo terrorista. Exige también que Abbas reconozca el carácter judío de Israel, una forma oblicua de resolver la cuestión de los refugiados palestinos y de marcar como alógenos al millón y medio de árabes israelíes que tienen la ciudadanía reconocida, aunque no es posible hacer abstracción de que buena parte de los miembros de su Gobierno ultraderechista estarían encantados si pudieran quitárselos de encima y trabajan para laminar cotidianamente sus derechos.
Israel y Palestina son dos locomotoras en rumbo de colisión, con una tercera Intifada en perspectiva
Netanyahu exige mucho y está dispuesto a dar muy poco. Ha toreado con tanta habilidad como cinismo las dos exigencias que le imponía Obama para negociar: que congelara la construcción en los territorios ocupados y que las conversaciones partieran de las fronteras de 1967. El Estado palestino desmilitarizado que propone contaría con control militar israelí permanente hasta el Jordán y no habría retorno de los refugiados palestinos ni partición de Jerusalén. No es extraño que los palestinos hayan cerrado su oficina de negociación y den por clausurada esta etapa.
Negociar no significa lo mismo para Netanyahu que para Abbas. Para el primero implica sentarse en la mesa y prolongar tanto como sea posible el regateo sin ceder nunca lo que no quiere ceder: los territorios ocupados, la Samaria y la Judea bíblicas sobre las que exhibe unos derechos tan sólidos como los de Serbia sobre Bosnia y Kosovo o Al Qaeda sobre Al Andalus. Para el segundo no tiene sentido negociar si no es para crear el Estado palestino sobre los terrenos ocupados en 1967, tal como recoge un rosario de propuestas y planes: los Parámetros de Clinton, la Hoja de Ruta del Cuarteto (Estados Unidos, UE, Rusia y Naciones Unidas), la Iniciativa Árabe de 2002 (en realidad saudí) o la Conferencia de Annapolis.
Abbas obtendrá la adhesión masiva de los Estados miembros de Naciones Unidas, que aconsejarán su reconocimiento, pero no tendrá efectos jurídicos. Si se llega a votar la recomendación, será un acto, eso sí, de alto contenido simbólico. Para que Palestina se siente y vote con todos los derechos como Estado miembro, su candidatura debe obtener primero la luz verde del Consejo de Seguridad, cosa que exige el voto a favor o al menos la abstención de Estados Unidos, que tiene derecho de veto. Una vez el Consejo de Seguridad da su visto bueno, la Asamblea General puede votar ya la incorporación como socio del organismo multilateral.
Israelíes y palestinos están ahora en plena pelea diplomática para obtener adhesiones de los países más dubitativos, especialmente los europeos. Los socios de la Unión Europea pueden decantar la balanza. Lo harían si tuvieran una política exterior común y votaran unidos. Pero no es así. Y cabe temer, incluso, que en septiembre tengamos una nueva ocasión para demostrar la división europea y el mal estado de las relaciones transatlánticas. EE UU y la UE pueden salir debilitados y con heridas de la colisión entre las dos locomotoras, cosa que aprovecharán los países con aspiraciones en la zona: Turquía, Arabia Saudí e Irán, sin duda, pero también China o Rusia.
Si nada ocurre por el camino y fracasan iniciativas como la de Francia para celebrar una conferencia urgente este mes de julio, en septiembre la tensión puede desembocar en una nueva Intifada. Si la primera, iniciada en 1987, se identifica con las piedras, y la segunda, empezada en 2000, con el terrorismo suicida, esta tercera Intifada que se prepara será pacífica, siguiendo el ejemplo de los jóvenes tunecinos y egipcios que se rebelaron contra los dictadores e inspirándose, como los revolucionarios de la plaza de Tahrir, en pensadores como el estadounidense Gene Sharp, partidarios de la lucha pacífica no tan solo por cuestiones morales sino sobre todo de eficacia política y de persuasión pública.
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