Un icono iconoclasta
¡Bravo! La opinión pública, las autoridades, los ciudadanos corrientes, sus allegados, todos se emocionan y se congratulan por la liberación de Ingrid Betancourt. Y un bravo también por la que sobrevivió y se mantuvo en su gulag tropical, a su familia que removió cielo y tierra, a los pequeños colectivos que se movilizaron contra el olvido, a los políticos que se mojaron. Sin embargo, temo que esta salva de aplausos mundiales ahogue, bajo las flores y los cumplidos, una verdad molesta e insistente que la prisionera de las FARC insiste en aportarnos desde su llegada a la pista de Bogotá, donde la esperaban la prensa, su madre, su marido, el Gobierno y los militares. Una verdad a la que dio muchas vueltas y sobre la que meditó durante su calvario de seis años y que es la única que aporta un sentido indiscutible a la palabra liberación.
De entrada, felicita al Ejército colombiano y al presidente Uribe por la operación que la salvó. No sólo por el impecable éxito, sino, especifica intencionadamente, por haberse atrevido a decidir una acción militar que corría el riesgo, como todas, de tropezar con algún imprevisto y desembocar en la ejecución de los rehenes, lo que ha ocurrido alguna vez en intentos anteriores. En contra de los suyos, respecto a los cuales se cuida de poner de relieve que, por miedo a perderla, siempre han temido y criticado el militarismo y la temeridad de Uribe, ella lo felicita. Indiscutiblemente, el jaque mate podía haber acabado en un baño de sangre, pero, aun a riesgo de morir por ello, lo esperaba desde hace mucho tiempo. Hace de esto una cuestión de principios: es mejor, dice, "un segundo de libertad" efímero que una eternidad de servidumbre. Intentó huir cinco veces y, como represalia, la guerrilla la encadenaba por el cuello. Su marido ha declarado: "Nunca he querido imaginar las condiciones de vida de mi mujer; ahora sé que vivió como un perro".
Desde sus primeros pasos al aire libre, Ingrid proclama alto y claro su elección reflexivamente madurada: antes la posibilidad de una salida sangrienta que una vida de perros. No nos dice que cualquier cosa es mejor que la muerte, nos dice que la libertad lo vale todo. Ésta es su convicción de siempre, la que, desde lo más profundo de su infierno, comunicaba en un mensaje a su madre: "Ya no como, tengo el apetito bloqueado... Ya no tengo ganas de nada y creo que es lo único bueno que me ocurre. Es mejor así: no desear ya nada para ser libre". La estoica del corazón de la selva afirmaba ya su pasión incondicional por la libertad, más fuerte que la muerte, más imperiosa que la vida. De ahí su opción inquebrantable (que se opone al pacifismo que profesaba antes de su descenso a los abismos): sí a mi liberación militar, con sus riesgos y sus peligros; sí al presidente, que afronta con valor la posibilidad de un fracaso que le valdría una condena universal y el anatema definitivo de todos los conformistas del planeta.
La opinión pública procurará olvidar pronto este brillante elogio de la liberación de los rehenes por la fuerza, al igual que la apología herética de los riesgos y de las responsabilidades asumidos tanto por los liberadores como por los liberados. ¿Quién se acuerda de los judíos de Auschwitz que rogaban para que el campo fuera bombardeado? ¿Quién se atreve aún a mencionar el deseo de los prisioneros del gulag soviético que esperaban con Soljenitzyn que Occidente viniera a liberarlos de Stalin por medio de la fuerza, aunque fuera al precio de un ataque atómico y de una muerte segura? Retrospectivamente, un deseo como éste parece surrealista; sin embargo, sólo la posibilidad de usar -como último recurso- misiles nucleares para defender la libertad da sentido a la disuasión. Si no, ¿por qué esos temibles arsenales que se jura por adelantado que no se emplearán nunca? El valor físico, moral e intelectual de Ingrid Betancourt nos recuerda la principal apuesta de una civilización: el rechazo de la servidumbre.
El catecismo de Al Qaeda, como el de cualquier barbarie totalitaria del siglo XX, proclama el viva la muerte; vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte; por tanto, nosotros -fascistas, comunistas, integristas- seremos los más fuertes. Son muchos los que entre nosotros están de acuerdo y asienten: mejor negros, mejor rojos, mejor la servidumbre voluntaria que la muerte. Nada es tan sencillo. Ninguna capitulación tiene éxito. Ingrid Betancourt ha mirado a la muerte a los ojos, ha sufrido la esclavitud en sus carnes, y ha dicho no. Y ha extraído sus implacables y violentas consecuencias. Gracias. Es responsabilidad nuestra no ocultar su cruda verdad.
Traducción de News Clips.
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