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Columna
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El cementerio de Viena

Dicen los vieneses que su cementerio central tiene la mitad de la superficie de Zúrich pero es el doble de divertido que la ciudad germanosuiza. Con todo respeto al protestantismo. Pocos camposantos europeos atraen a tantos paseantes, parejas, turistas y grupos de escolares a quienes la muerte y el luto aún pilla en principio muy lejos y que jamás pisarían ociosos un cementerio en otra ciudad. A veces la diversión ha llegado a ser cinegética en batidas para cazar a los ciervos que se comían las flores de las tumbas y panteones. Y no son infrecuentes los conciertos de cuerda ni las improvisaciones del jazz.

Cierto que están allí enterradas glorias sin las que Europa no se entendería, como Ludwig van Beethoven y Johannes Brahms, todos los Strauss y Franz Schubert. Allí están las tumbas de Arthur Schnitzler y Arnold Schoenberg, de Antonio Salieri y de Franz Werfel, de Friedrich Torberg y tantos otros. También es uno de los cementerios judíos más emocionantes del mundo con una infinidad de historias familiares y personales a adivinar a través de nombres, fechas, lugares, dedicatorias y homenajes.

Pero en estas fechas en las que vamos a dar un salto tan osado e imprevisible en sus resultados como la integración de diez países en la Unión Europea -el mayor y mejor proyecto histórico jamás concebido por la voluntad política-, el cementerio de Viena nos ofrece un testimonio muy especial de lo que nos debemos los unos a los otros cuando tantos claman hoy por sus derechos adquiridos o sus privilegios. En estos tiempos de zozobra en los que tan humanamente comprensible es la tentación de intentar eludir problemas que se creen de otros y de buscar seguridades a costa de ignorar la suerte ajena, en ese inmenso jardín que es el Zentralfriedhof, desfilan por las lápidas los nombres de gentes llegadas hasta aquí de todos los rincones de los países que el día 1 de mayo habrán de ser nuestros socios, recordándonos que ya lo fueron y también que no dejaron de serlo en su día por voluntad propia. Reposan muy cerca de donde se abrió la inmensa herida de la guerra civil europea en 1914 y ahora intentamos cerrar, en tiempos otra vez de violencia. Condes húngaros y judíos de Letonia o Rutenia, músicos moravos y estudiosos alemanes, comerciantes eslovacos y gentiles polacos, militares austriacos muertos en Kumanovo en Macedonia, socialdemócratas con apellidos de toda Centroeuropa, Bruno Kreisky entre ellos, hacen recordar todos los errores de dejación de principios y voluntad de defensa común que llevaron a morir y matar a millones de europeos, incapaces de encontrar entre ellos una existencia fundada en la cooperación y la comprensión mutua.

El día 1 de mayo este cementerio quedará muy lejos, de repente, de la "frontera oriental de Europa". Ésta se aleja mucho, hasta lugares en los que nacieron tantos de los que aquí yacen. La ampliación de la Unión Europea -y las que habrá que hacer para integrar a quienes aún quedan fuera, en nuestros patios traseros de los Balcanes, por ejemplo- es un acto de justicia también para todos estos muertos, pero sobre todo para unas sociedades vivas que han sufrido inmensamente con los duelos entre europeos durante todo el siglo XX. Los problemas que nos esperan son inmensos, quién sabe si superables en este mundo en el que volvemos a enfrentarnos a amenazas no menores que las que nos convirtieron a todo el continente en un inmenso cementerio. Pero precisamente la memoria del terror genuinamente europeo que desplegamos y sufrimos aquí debería hacernos conscientes de que el proyecto que ha sido un éxito insólito en la historia en la parte occidental ha de llegar a serlo para el todo. Porque la alternativa sería una nueva disgregación, el trágico ¡sálvese quien pueda! y nuestra conversión en fáciles presas para quienes odian todo lo que amamos, para quienes con gusto profanarían la tumba de Beethoven.

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