El bar que odian los talibanes
El enviado especial de EL PAÍS relata el ambiente que se vive en las calles y locales de Kabul
Rugula tuvo poco trabajo ayer en la barra de L'Atmosphere, el bar-restaurante de Kabul que los talibanes han señalado como candidato a ponerle una bomba. Para los radicales se trata de un antro de perdición intolerable: vende alcohol y las mujeres occidentales se desvisten hasta el bikini para sumergirse en la piscina y combatir el calor seco de esta ciudad. Tras el atentado en la puerta del cuartel general de la OTAN, los extranjeros, que son los clientes habituales de L'Atmosphere, no estaban para bromas y decidieron quedarse en sus casas.
El barman mata el aburrimiento navegando por Internet sentado bajo un cartel en el que se anuncian algunas de las excelencias de la casa: mojito y Bloody Mary, todo a 350 afganis, algo más de siete dólares. Rugula asegura que L'Atmosphere nunca ha tenido problemas desde que se inauguró en 2003 y que no hay miedo a los talibanes pese a las amenazas: "En Kabul son muchos los objetivos posibles".
En la calle, un retén de policía y un par de guardias de seguridad afganos vestidos de civil reciben al extranjero. No hay carteles ni anuncios. El acceso al restaurante parece arrancado de las películas de Chicago de los años 30. Tras golpear con los nudillos se abre la mirilla de la puerta de hierro y en ella asoman unos ojos que escrutan al candidato. Una vez al otro lado, el hombre revisa sin exceso de celo la mochila y cachea el cuerpo del candidato a cliente. "Lo siento", dice a modo de disculpa por las molestias causadas cuando termina. El extranjero responde algo pomposo: "Es por nuestra seguridad".
Tras pasar este segundo control hay que caminar por una especie de túnel dentro de un contenedor protegido por una variación de sacos terreros. Un tercer guarda franquea el paso a un hermoso jardín repleto de mesas puestas con elegancia y butacones tapizados en rojo. Hay árboles, pero no clientes. Resulta un sitio agradable. Huele a besos furtivos y a pecado. "Hoy no ha venido nadie", explica Mohamed, que trabaja de camarero. "Es por la bomba. Normalmente a estas horas muchas mesas están ocupadas".
Un hombre delgado con pinta occidental lee un libro despreocupadamente delante de la piscina. Parece Clint Eastwood antes de un duelo. Un par de trabajadores de la casa siguen en la televisión la noticia del ataque contra la sede de la OTAN. El aparato de treinta y pocas pulgadas es más pequeño de lo que aseguraban algunos de los amigos que acuden al restaurante para ver partidos de Premier y la Liga española. ¿Fútbol? ¡Otra depravación a añadir en la lista de los intransigentes! Cuando ellos mandaban en la capital antes de 2001 prohibieron todo: cine, televisión, música y el vuelo criminal de las cometas. Rugula comenta que además del alcohol, a los talibanes no les gustan los extranjeros.
La Unión de Cortes Islámicas hizo lo mismo en Somalia al conquistar Mogadiscio en junio de 2006. Tras imponer la paz por las armas, algo que agradeció una población exhausta sometida a la guerra desde 1991, empezaron a tirar de boletín oficial islámico para prohibir todo. Nadie dijo nada de los excesos rigoristas hasta que vetaron las retransmisiones de los partidos de fútbol. Mal asunto durante el Mundial de Alemania. Hubo manifestaciones y algunos muertos. Este tipo de silencios selectivos también se dieron en el Afganistán de los talibanes pero afectaron a Occidente. Hubo más protestas por la voladura de los budas de Bamiyan que por el trato denigrante de la mujer. Lo llaman sensibilidad cultural.
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