Resistencia crítica / 2
Los juegos de poder en que se ha convertido hoy la política y la reducción de la democracia a contiendas electorales ha hecho de la búsqueda del máximo común denominador, más allá de partidos y de programas, la regla de oro de la vida pública. Se trata de ensanchar cuanto se pueda el espectro de votantes potenciales, olvidándose de tradiciones políticas y saltándose antagonismos ideológicos, para asegurar el triunfo en las urnas de la posición en la que se milita. Su propósito no es el de imponer nuestras ideas ni reforzar nuestra opción doctrinal, sino directamente el de conquistar el poder para nuestro partido y dentro de él para nuestro grupo, es decir, para que nosotros mandemos.
El obstáculo en Francia y España es el impreciso perfil diferencial de derecha e izquierda
Para ello hay que teñir al socialismo de liberalismo y los liberales tienen que condimentar su ideario de siempre con especias sociales con las que cocinar un guiso común, el social-liberalismo del que todos puedan servirse. Este pandemónium de credos y confusiones, dignificado con la irrechazable designación de pensamiento único y bendecido por la practica curalotodo del consenso disuelve la derecha y la izquierda y produce el milagro del centro, que todos aceptan aunque sirva de bien poco.
El año 2008 con todas las elecciones que se anuncian en Europa y en América podría ser una buena oportunidad de clarificación y de pedagogía. Pues como nos señalaba hace ya 50 años Maurice Duverger, el ejercicio electoral, aparte de dotarnos de gobernantes, nos ayuda a conocer y a evaluar periódicamente el funcionamiento político de nuestras sociedades. Pero no parece que vaya a suceder así en las próximas consultas, ni en Francia ni en España, que son los países que vivo más de cerca. El gran obstáculo en ambos, como acaba de señalarse, es el del oscuro e impreciso perfil diferencial de los dos grandes polos, derecha e izquierda, con las alineaciones partidistas y electorales que a uno y otro se agregan.
En Francia la casi total desaparición del Partido Comunista, excepto en el ámbito local; la dramática dilución de los Verdes; el retroceso de la formación trotskista de Arlette Laguillier, la acefalia en personas y pensamiento del Partido Socialista francés y la confirmación de que la traca de François Bayrou no da para más, deja a la izquierda desarbolada desde su extremo radical a sus connivencias centristas. Olivier Besancenot, aunque criado en el serrallo del trotskismo, heredero y sucesor de Alain Krivine, comienza a aparecer hoy como una alternativa posible de la izquierda francesa en su conjunto, gracias a su seducción política personal y a sus brillantes prestaciones televisivas.
El joven líder, apenas en la treintena, de una izquierda a secas, como le gusta decir a él, ni radical ni extrema, apuesta por otro tipo de política, fuera de la pipolización y del capitalismo para la que todo son trampas, dinero y lentejuelas. Lo que postula es otro modo de hacer política desde la verdad; otro modelo de sociedad en la que los ricos y sus empresas no cabalguen tan a caballo de los pobres; otra organización económica cuyo funcionamiento no exija el total desbaratamiento del clima con la devastación del planeta y en el que el desarrollo tecnológico y el acrecentamiento de la riqueza no se traduzcan automáticamente en aumento de la desigualdad.
Se indigna de que los Estados creen sus presupuestos a costa de los trabajadores y de la producción de armas (pequeñas y de destrucción masiva); reclama que se ponga fin a las grandes disputas geopolíticas Irán / Afganistán-USA, Israel-Palestina, Kosovo-Serbia y otras, cuyo riesgo de extensión y generalización es muy grande, y que se impidan y controlen las crisis humanitarias responsables de tantos muertos entre la población civil; postula un tratamiento de la inmigración y de los movimientos de personas más racional y más justo; rechaza la intervención de las religiones, hoy sobre todo islamismo y catolicismo, en la vida política de los países y la urgencia de acabar con su sectarismo civil y con la radicalización que conllevan directa e indirectamente, para las identidades nacionales y comunitarias.
El catálogo de objetivos que nos presenta Besancenot quedaría cojo sin la refundación de una democracia que frente a autoritarismos y populismos haga imposible la disociación de libertad y justicia social. Cuando el presidente, Nicolas Sarkozy, en su última conferencia de prensa, utiliza la potente propuesta de una política de civilización de Edgar Morin para esquivar sus compromisos en relación con el nivel de vida, se comporta, diría Besancenot, como un malversador político. Ahora que tenemos a mano las elecciones generales, ¿no podría la izquierda real lanzar en España a un joven, hombre o mujer, agitador político como él?
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