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Lecturas bipolares de un fallecimiento

Sin Kirchner, Argentina se enfrenta el desafío de hacer política sin dividir

¿Cómo leer la desaparición de Néstor Kirchner a la luz de las últimas seis décadas de la política del país? La muerte de los líderes se vive en Argentina casi bipolarmente: como un factor de unidad y, a la vez, de irreversible distancia. La de Eva Perón, en 1952, fue tan llorada por millones de argentinos, marginados hasta que la política social del peronismo los hizo visibles, como celebrada por otros capaces de pintar, en el colmo del odio, "Viva el cáncer" en las paredes de algunas calles.

La de Juan Domingo Perón, creador del movimiento, pudo hacer pensar a algunos en 1974 que su ausencia eliminaba las antinomias que dividían a la ciudadanía entre peronistas y "contreras" o "gorilas" (como se llama a los antiperonistas), pero inició, en cambio, una de las etapas más oscuras de la Argentina que, carente de conducción terminó en la tragedia de una dictadura militar.

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La unidad pareció posible en abril de 2009, cuando la desaparición de Raúl Alfonsín, primer presidente de la democracia, recuperada en 1983, tornó casi unánime la aprobación de su figura, asociada a la defensa de los valores republicanos. Pero incluso entonces, valorando su gobierno por contraste con los tiempos del kirchnerismo actual -afecto, si no a quebrar la ley, sí a retorcerla hasta que cruja-, el Gobierno alfonsinista siguió suscitando las mismas dudas que han teñido desde entonces a su partido, la Unión Cívica Radical, que debió dejar la presidencia dos veces -en 1989 y en 2001- en forma anticipada. Dudas y reticencia relacionadas con su capacidad para ejercer el poder.

La muerte de Néstor Kirchner (Santa Cruz, 1950), que sacudió la modorra de un día feriado en Argentina con motivo del censo nacional, amplifica el impacto de lo irreparable porque, además de inesperada, deja a la política nacional sin su metrónomo: para bien y para mal, Kirchner era hasta hoy el referente de la política argentina, el que tenía la iniciativa e imponía los temas y los tiempos políticos desde que llegó al poder en 2002, bajo el ala del entonces presidente Eduardo Duhalde y con apenas el 22% de los votos.

Incluso quienes no lo votaron reconocen entre lo mejor de su presidencia (2003-2007) logros como el fortalecimiento de la política de derechos humanos, la recuperación de la figura presidencial y el establecimiento de una Corte Suprema de Justicia independiente y calificada. Medidas que le ganaron, entre otros, el apoyo de intelectuales progresistas reunidos luego en el grupo Carta Abierta.

La habilidad de Kirchner -un combo de astucia, adrenalina combativa y manejo de caja política- y una economía floreciente ayudada por el alza internacional de algunos commodities (soja, otros granos y carne), le permitieron trascender el origen casi frágil de su Gobierno. Sin sonrojarse por su apoyo incondicional anterior, abjuró de los años 90 y del neoliberalismo auspiciado por las presidencias de Carlos Menem, demonizándolos.

Ese gesto delinea parte de un estilo de conducción que lo acompañó hasta el final y que con el tiempo le restó adhesiones: construir poder a partir de la crispación, de buscar, encontrar y construir a su medida enemigos frente a quienes desplegar sus sucesivas cruzadas (su lucha sin cuartel contra los bonistas durante la renegociación de la deuda argentina, contra el campo durante el paro agropecuario de 2008, contra los empresarios en algún momento, contra sectores del peronismo disidente o contra los medios de comunicación no oficialistas son algunos ejemplos).

Terminado su mandato, en diciembre de 2007, fue sucedido por su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, actual presidenta de la nación. Casi nadie recuerda que Néstor Kirchner, además de presidente de la UNASUR, era en la actualidad diputado nacional por la provincia de Buenos Aires (de hecho sólo participó de una sesión: el debate por la ley que posibilitó los matrimonios entre personas del mismo sexo), simplemente porque era el hombre fuerte de la Argentina, el presidente del Partido Justicialista, actualmente en el Gobierno. De allí las especulaciones sobre su sucesión que, a un año de las próximas elecciones presidenciales, en medio de un país de duelo, comienzan a hacer en voz baja, propios y ajenos.

La congoja que tiñe el país contrasta con el alza internacional inusitada registrada por los bonos argentinos desde que se conoció la noticia: los mercados perciben que la muerte de Kirchner marca, tal vez, el fin de una época en la cual la manipulación de las estadísticas, que esconde la inflación real, se traduce en inseguridad jurídica. Un tiempo de claroscuros en el que resuenan también los ecos de otra muerte reciente: el asesinato de Mariano Ferreyra, un joven militante del Partido Obrero, acribillado hace ocho días en un gravísimo episodio que salpica al poder sindical, tan olímpico como salvaje, que sigue siendo la columna vertebral del peronismo y uno de los principales aliados del kirchnerismo.

Kirchner ha muerto. Queda por ver si éste es, también, el fin de un estilo de hacer política que conoció una fuerte popularidad, pero al que le cuesta gobernar sin dividir.

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