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Columna
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La Europa más fea

La Europa que humea estos días en los rescoldos de los campamentos gitanos de Ponticelli, en las afueras de Nápoles, es una Europa fea, en abierta contradicción con los principios y valores que supuestamente nos unen y que hemos plasmado en el Tratado de Lisboa que todos nos aprestamos a ratificar y poner en marcha. Han bastado los primeros síntomas de crisis económica para que esta Europa, que no pierde ocasión de proclamar sus valores por el mundo, que constantemente imparte lecciones de moralidad, democracia y derechos humanos por doquier, e incluso amenaza con imponer por la fuerza la ayuda humanitaria a poblaciones en peligro a miles de kilómetros de distancia, corra rauda a echar el cerrojo en sus fronteras, negándose a reducir, o incluso ampliando, los períodos de detención de los inmigrantes irregulares, modificando los códigos penales para criminalizar la inmigración o llamando con cada vez más frecuencia a suspender los acuerdos de libre circulación de personas, clave de bóveda de la construcción europea.

Convertir la inmigración en un delito sienta las bases para la demolición de las políticas europeas de asilo

Con todo, las causas de la xenofobia no deben buscarse en la crisis económica, sino en una crisis moral manufacturada por políticos populistas, que han hecho de la inmigración el buque insignia de un discurso político vacío de ideas sobre cómo resolver los problemas reales de los ciudadanos. Así, con una mayoría de Gobiernos europeos volcados hacia el centro-derecha, con partidos políticos hipnotizados por la conexión electoral de la inmigración y con una agenda política obsesivamente centrada en la seguridad, se difuminan en gran parte las perspectivas de que Europa se dote de una política de inmigración común que vaya más allá del mero ámbito policial. Frente a una muy necesaria política de inmigración, que enfatice, a este lado, la solidaridad y la integración, y del otro lado, la cooperación con los países emisores, nos encontramos con una política cada vez más volcada en el proceso de detención, identificación y deportación de los que llegan, y de criminalización y persecución de los que ya están entre nosotros.

Convertir la inmigración en un delito, elevar los periodos de detención y prohibir la entrada en el país durante un período de cinco años, como se pretende hacer en Italia, no sólo supone criminalizar y recluir injustamente a poblaciones vulnerables, en muchos casos con menores a su cargo, sino sentar las bases para una demolición controlada de las políticas europeas de asilo, cruciales para la seguridad de las personas provenientes de países donde se violan sistemáticamente los derechos humanos. Además, en una muestra más de la ineficacia del populismo que campa estos días en Italia, se ignora que los gitanos de origen rumano son, afortunadamente, ciudadanos comunitarios, lo que excluye que les puedan ser aplicadas medidas de detención o prohibición de retorno como las que se plantean.

En defensa de las instituciones europeas cabe argumentar que el objeto de la directiva que ha suscitado la polémica estos días, que data del año 2005, no era facilitar las expulsiones, puesto que la legislación vigente ya contempla las expulsiones rápidas por motivos de seguridad pública, es decir, para quienes hayan cometido delitos, sino armonizar las políticas de retorno, dotarlas de mayores garantías y, en definitiva, hacerlas más transparentes y eficaces. También en justicia, hay que decir que la xenofobia y el racismo están latentes, o manifiestos, en todos los Estados miembros, no sólo en Italia.

En España, sin ir más lejos, los incidentes de El Ejido mostraron hace unos años con toda crudeza lo que ocurre cuando el Estado se desentiende de sus obligaciones en política de inmigración e integración. Pero España, que ha aprendido de los errores y ha puesto en marcha unas políticas de inmigración inteligentes, se encuentra ahora cada vez más sola en el contexto europeo. El Gobierno español, que necesita políticas europeas que profundicen y complementen las políticas aquí adoptadas, rema contra corriente.

Europa gusta de presumir de poder blando, aquél basado en la atracción que un determinado modelo social y de vida ejerce sobre otras sociedades, lo que lleva a una mayor legitimidad y aceptación de sus políticas. Pero esta Europa fea, cerrada y xenófoba difícilmente puede desempeñar un papel positivo en el mundo ni ser un factor de progreso e inspiración para nadie.

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