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Batalla por el vergel de las amapolas

En la provincia afgana de Helmand se cultiva la mitad de todo el opio del país

Hayi Qadir me mostraba orgulloso su vergel, una huerta de 20 hectáreas de frutales y, sí, también de amapolas de opio. Era junio de 2002. Los bombardeos estadounidenses habían desalojado a los talibanes de Kabul y de Kandahar unos meses antes, pero nadie se había acordado de Helmand. La más extensa de las provincias afganas (cerca de 60.000 kilómetros cuadrados equivalente a dos veces Galicia) se había convertido en tierra de traficantes y bandidos, pero también de agricultores arruinados por la sequía que luchaban por sacar de sus entrañas alimento para sus familias.

Su capital, Lashkar Gah, a la que no llegaba ninguna carretera asfaltada, parecía suspendida en el tiempo. El opio ya no estaba a la vista en el mercado aunque se seguía negociando sin interferencias, como me confirmó hayi Qadir. Su huerta estaba situada a unos pocos kilómetros al oeste de la ciudad, justo antes del cruce que lleva hacia Marjah y Nad-e Ali, las dos comarcas en las que soldados estadounidenses y británicos tratan ahora de desalojar a los talibanes.

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Sin embargo, hasta 2006 no se instaló la primera base británica en la provincia. Era demasiado tarde. En esos cuatro años vitales, su población tuvo que valerse por sí misma en un ambiente hostil. A los pies de las montañas del Hindu Kush, la mayor parte de Helmand es un terreno inhóspito que los locales llaman el desierto de la muerte, al amparo del cual han prosperado las rutas del contrabando con Pakistán.

Sólo el río Helmand rompe la aspereza del paisaje. En sus orillas vive el grueso del millón y medio de habitantes que tiene la provincia, el 92% pastunes, la etnia de la que surgieron los talibanes. Un sistema de presas y canales, construido en los años cuarenta y cincuenta con ayuda de Estados Unidos, permitió irrigar el valle y desarrollar la zona. Pero a partir de 1979, la guerra y la sequía acabaron con aquel espejismo de bonanza. No sólo se redujo el flujo de agua, sino que dejaron de mantenerse las acequias y sin control gubernamental prosperó el cultivo del opio.

Hoy esa provincia cosecha la mitad de todo el opio de Afganistán, que a su vez es el origen del 90% de la producción mundial. Para muchos agricultores la amapola se convirtió en un seguro de vida. Necesita menos agua y da más beneficios que otros cultivos. Pero ha sido también una trampa. Los préstamos para comprar las semillas les han convertido en rehenes de señores feudales y creado un círculo vicioso de dependencia con los talibanes. Esa milicia se ha financiado a cambio de ofrecer protección frente a los planes para acabar con la droga del Gobierno y la comunidad internacional.

Los 15.000 soldados que entre estadounidenses, británicos y afganos, se han movilizado para poner fin al bastión de la insurgencia talibán en Marjah y Nad-e Ali y escenificar la nueva política de la OTAN hacia Afganistán, no van a tener dificultades para expulsar a unos milicianos que la mayoría de las veces escapan sin presentar batalla. El verdadero reto va a ser lanzar un programa de desarrollo que saque de la miseria y el atraso a una de las provincias más olvidadas de uno de los países más pobres del mundo.

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