La economía que amansa y aplaca
Hace relativamente pocos años las decisiones económicas de los Gobiernos, y los programas de los partidos relacionados con ellas, constituían el origen de los peores enfrentamientos y de las luchas políticas más enconadas. Todavía se creía, tanto en la derecha como en la izquierda, que Karl Marx tenía razón cuando decía que la política económica era el campo donde se emplazaban los enemigos para las batallas más violentas, donde se exhibían las peores y más mezquinas pasiones humanas y donde se desataban las Furias.
El último cuarto del siglo XX cambió completamente esa percepción. Ahora, cara a los ciudadanos, la política económica es, precisamente, el único campo de batalla donde no se desata ninguna Furia, ni tan siquiera donde se levanta un poco la voz. Ahora está claro que la política económica es un lugar donde simplemente se discrepa, donde se valoran datos y hechos y donde se buscan acuerdos y avenencias. El lugar en el que todo el mundo proclama que lo fundamental es evitar males mayores y donde ese objetivo se coloca por encima de todo. Se gastan pocas bromas, se reduce el campo de juego (no se llevan las discusiones a la calle) y se respeta a los agentes implicados directamente en el asunto.
Nada que ver con la política a secas. Si el Partido Popular aplicase a sus discrepancias con la política económica del Gobierno de Rodríguez Zapatero el mismo tono desabrido y feroz que aplica a todas sus otras divergencias políticas, este país estaría hecho un asco. Imagínense la discusión sobre la OPA de E.ON en términos parecidos a los mantenidos sobre la cuestión de Navarra. Pero no es así. Los ciudadanos se quedarían con la boca abierta si vieran cómo se comporta en la Comisión de Economía y Hacienda el diputado Vicente Martínez Pujalte, el mismo que en los plenos de la Cámara saca de quicio a Manuel Marín con su tono faltón y su permanente griterío. Cuando se trata de discutir la Ley de Defensa de la Competencia con el portavoz socialista, Ricard Torres, el vociferante diputado se aplaca y amansa. Ya no le parece que el PSOE sea la perdición de España y ya no cree que se estén destruyendo los pilares de la democracia ni de la salud moral del país. En ese foro es posible el debate, la negociación e, incluso, el regateo.
Es probable que la política económica del Gobierno, con Pedro Solbes al frente, sea menos turbulenta que otras de las promovidas por Rodríguez Zapatero en esta legislatura, pero lo decisivo, seguramente, no es eso sino que el PP y Mariano Rajoy no pueden permitirse una oposición tan filibustera y terca en el campo económico sin atraerse inmediatamente el descrédito ante esos agentes económicos que todo lo vigilan y analizan. El resultado de ese cuidadoso ten con ten es que mientras se le pide a todo el país que se crispe, se divida, se declare blanco o negro, mientras se exige a los ciudadanos que saquen las banderas a los balcones y que mantengan posiciones como si fueran trincheras, PP y PSOE han acordado tranquilamente un buen puñado de leyes económicas. Una lista nada exhaustiva incluiría las siguientes: Reforma de la legislación mercantil, Defensa de la Competencia, Reforma del mercado de valores, Transparencia de las relaciones financieras entre Administraciones públicas y privadas, Mediación de seguros y reaseguros, Supervisión de conglomerados financieros, Actividades transfronterizas, Modificación del sector de Hidrocarburos y Modificación del sector eléctrico. Y sin acuerdo, pero sin escándalo, se aprobaron la ley relativa al Fraude fiscal, Renta de Personas Físicas, Medidas tributarias para financiación sanitaria, Reforma tributaria para impulso de la productividad y Ley General de Estabilidad Presupuestaria.
Ese debe ser el gran éxito del hablan los neoliberales: han conseguido que la economía vaya por un lado y la política, por otro. Lástima que una cosa sea tan independiente de la otra. Lástima que a la marcha de la economía le traiga tan al fresco el griterío de quienes anuncian el fin del mundo, la secesión del País Vasco o la guerra civil en Navarra. Quizás si les importara algo más, el griterío sería menor y el debate más razonable. Lo que está claro es que cuanto más se vaya separando la política económica de las demás políticas, peor nos irá a nosotros, los ciudadanos normales. solg@elpais.es
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