La dinamitera manca que defendió Madrid
Rosario Sánchez se alistó a los 17 años, el día de la sublevación, en el Ejército republicano
Humo, olor a pólvora, incertidumbre. Los cañonazos del Cuartel de la Montaña rasgaban el aire y cortaban la respiración a los madrileños. De pronto había que definirse y ser héroes. O heroínas. También para las mujeres. Rosario Sánchez Mora tenía 17 años aquel 18 de julio de 1936 y en unas horas se convirtió en soldado. Un joven pidió voluntarios para ir al frente y la futura dinamitera preguntó: "¿Pueden ir también chicas?". Le dijeron que sí y se inscribió. Iba para modista, pero acabó en una trinchera. Julio ya no representaba el verano; era la aventura, quizás la muerte.
Un año antes, Rosario Sánchez Mora había ido a aprender corte y confección al centro cultural madrileño Aida Lafuente de las Juventudes Socialistas Unificadas, situado cerca de su domicilio. Se había venido a la capital desde Villarejo de Salvanés (Madrid) a casa de unos antiguos vecinos y parientes y ayudaba en las tareas domésticas a cambio de alojamiento y comida. Como no ganaba nada, vio "el cielo abierto" cuando se enteró de que podía aprender el corte gratis. El 18 de julio las clases de costura se suspendieron y, al día siguiente, Rosario abandonó la casa de sus tíos sin hacer ruido para marcharse al frente. Los voluntarios subieron a unas camionetas y fueron conducidos a Buitrago. Allí les dieron un mono y un fusil que pesaba siete kilos, unas urgentes instrucciones de uso y un sitio en las trincheras. Estaban a las órdenes de un joven de 26 años, Valentín González, El Campesino, en primera línea de fuego.
Ni el sexo ni la edad importaban en unos días en que se necesitaban cinco o 10 voluntarios para disparar o tirar granadas: si alguno caía el arma seguiría funcionado. Rosario estaba rodeada de hombres y la llamaban Chacha ("no la chacha", aclara), diminutivo de Muchachas, la revista comunista para chicas. En la sierra aprendió a fabricar y lanzar bombas caseras para hacer frente "a las potentes piñas enemigas", recuerda. El 15 de septiembre manipulaba una carga de cartuchos de dinamita y al prender la mecha, no sintió el calor, porque estaba húmeda. El cartucho estalló sobre su mano y su brazo mutilado se convirtió en un símbolo: hasta el filósofo Ortega y Gasset fue a visitar al hospital a aquella joven que representaba a la República herida. Y Miguel Hernández la inmortalizó en el célebre poema que empieza Rosario, dinamitera, en su primer verso. "(...) ¡Bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella, / que hoy no es mano porque de ella, / que ni un solo dedo agita, / se prendó la dinamita / y la convirtió en estrella!", se lee en una de sus estrofas. Las milicianas representaban una imagen moderna y audaz de la República, pero sus compañeros no siempre las aceptaron. En 1937 el Gobierno ordenó su retirada de los frentes.
Rosario, ya para siempre La Dinamitera, fue nombrada en el verano del 37 cartera de la XLVI División, mandada por El Campesino: un chófer la llevaba al frente para recoger y repartir la correspondencia de los soldados y sus familias.
En 1939, horas antes de que Franco entrara en Madrid, Rosario, con la ayuda del único soldado que quedaba en su división, quemó todos los papeles en el patio y enterró dos o tres fusiles que conservaban. Partió después a Valencia, se reunió con su padre (de Izquierda Republicana), y se dirigieron a Alicante para huir. Pero los barcos prometidos no llegaron y fueron detenidos. Su padre fue fusilado. De su cuerpo, sin embargo, no quedó rastro.
Condenada a muerte por la justicia franquista, una pena conmutada después por 30 años de prisión "por adhesión a la rebelión", al salir de la cárcel vendió tabaco en la plaza de Cibeles (Madrid). Los dueños del estanco que la proveían se fijaron en su honradez y le propusieron que se encargara de su establecimiento. Así sobrevivió durante la dictadura. Años después, La Dinamitera, pionera en la incorporación de la mujer a la vida militar, recobró su condición de mutilada de guerra de la República.
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