"Sé que alguien va a dudar antes de sentarse junto a mí"
El racismo de baja intensidad contra inmigrantes africanos y latinoamericanos apenas llega a los juzgados, pero humilla a sus víctimas, que no lo suelen denunciar por temor
Los vecinos españoles de la joven ecuatoriana nunca ocultaron su desprecio hacia el inmigrante moreno y pobre. María, de 35 años, era cortés: les saludaba en el portal y en el ascensor, "buenos días", "buenas tardes", pero el matrimonio español, nada: morros y silencio. El día de la peor afrenta, la pareja salía de viaje. Colocaron las maletas en el ascensor y fueron a por otros bultos, pero al observar a la ecuatoriana cerca, volvieron sobre sus pasos y retiraron las maletas. "Uno no se puede fiar de esta gente", comentó el marido en voz alta. "Cualquier cosa puede esperarse de ellos", asintió su mujer. "No les dije nada. Tenía que haberle dicho algo. No soy una ladrona", recuerda María. Aunque se cambió de piso, no puede olvidar aquella humillación, una ofensa sin apenas espacio en el código penal y casi invisible estadísticamente, pero obviamente frecuente: es el racismo de baja intensidad.
"Ustedes callados, en España mandamos los españoles", le dijo un dependiente a Esteban
El 65% de los españoles valora positivamente a los inmigrantes, según un estudio
Afortunadamente, España no cuenta con un partido de extrema derecha y xenófobo
El viernes de las copas y del disgustazo, M. P, de 19 años, argelino, de tez cobriza, entabló amistad con dos chavales españoles, estudiantes de Derecho. Tras una moderada ingesta de calimocho en bares de La Latina, un barrio de Madrid, el trío decidió irse de discotecas. El portero de la primera les escrutó a fondo: "Vosotros dos [los españoles], adelante; el morete, no". ¿Y eso? "He dicho que vosotros sí, y el otro no. ¿Está claro?". Más claro que el agua: racismo puro. "Nos jodió la noche. El chico argelino nos dijo que no era la primera vez que le ocurrían cosas de esas". Virginia Álvarez, responsable de Política Interior y Derechos Humanos de la sección española de Amnistía Internacional (AI), admite que numerosos sin papeles no protestan, y menos denuncian judicialmente, por miedo a la expulsión. "Y lo primero que te encuentras entonces es la falta de datos. Y en España, contrariamente a otros países, no se recogen datos", agrega. "Ni el Gobierno del PSOE, ni el anterior del PP, han querido abordar el problema globalmente, con un diagnóstico y un plan nacional, vulnerando el compromiso adquirido en Durban [Suráfrica] en el año 2001".
La xenofobia y los prejuicios raciales hacia la coloración oscura de la piel y ciertos rasgos morfológicos constituyen en España un fenómeno de manifestaciones diversas y ultrajes a veces imperceptibles: la subestimación no siempre es violenta. El negro subsahariano sufre mucho más que el inmigrante blanquirrubio de Polonia, Rumania o Bulgaria, generalmente aceptado. "Cuando me siento en el metro, sé qué alguien va a dudar si se sienta junto a mí", dice O. M., de 30 años, senegalés. "Suelen irse a otros asientos, aunque les queden más lejos. Incluso algunas señoras prefieren quedarse de pie".
Elena, de 28 años, una belleza rumana de ojos verdes sin problemas de discriminación, certifica el apartheid de un africano: "Durante varios días de coincidir en la línea 5, noté su incomodidad cuando estaba sentado. Finalmente optó por no sentarse, aunque podía hacerlo". Pilar, peruana, de 42 años, recuerda que un día lo hizo junto a una señora española, en un autobús de transporte urbano. "Bruscamente, cambió de mano el bolso como si fuera robárselo. Me sentí muy mal".
El Informe Anual 2007 sobre el racismo en el Estado español, publicado este mes por SOS Racismo, constata que "no parecen disminuir en la sociedad española los casos de rechazo a la convivencia con los colectivos de personas inmigradas". La organización no gubernamental registró quejas vecinales contra la presencia de extranjeros en las calles, insultos, agresiones y amenazas racistas contra inmigrantes sólo por "no ser del lugar". La visualización de las colas de inmigrantes ante las oficinas de extranjería, la masiva petición de documentación por parte de la policía, la situación de precariedad de los ilegales con orden de expulsión, que deambulan por las calles, y la aglomeración de inmigrantes en pisos insalubres ayudan poco al cambio de percepción. "Más allá de ser situaciones vergonzosas en una sociedad que se erige como respetuosa de los derechos humanos, proyecta en el ciudadano de a pie una visión problemática de la inmigración", destaca Belén Sánchez, socióloga de SOS Racismo.
La principal conclusión del último sondeo del Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, dependiente de la Secretaría de Estado de Inmigración y Emigración, con una muestra de 2.400 personas, es, sin embargo, más optimista: el 65% de los españoles valora positivamente la presencia de personas de origen racial, religión y cultura diferentes. La mayoría apenas tiene contacto con los inmigrantes, pero el 13% español que tarda en ser atendido por la sanidad pública porque los inmigrantes le preceden en la lista espera suele desarrollar una hostilidad larvada.
Virginia Álvarez, la experta de Amnistía Internacional, niega fiabilidad al observatorio oficial, creado instancias de la Unión Europea (UE): "Sus datos son muy malos. No permiten conocer la realidad. Y la realidad es que el Consejo de Europa alerta sobre el crecimiento del racismo, la xenofobia y la islamofobia". "Uno se pasea por Lavapiés", agrega, "y la policía está pidiendo constantemente la documentación a las personas de apariencia magrebí. Y otra: hágase pasar por extranjero e intente alquiler un piso".
No será fácil si el arrendatario es negro, magrebí o mestizo latinoamericano. La animosidad, o incluso la inquina, aparecen en los ámbitos del empleo, la vivienda, la escuela o las relaciones sociales. Ocurre pese a que la legislación española invirtió la carga de la prueba, y quien no quiera contratar o alquilar deberá demostrar que no lo hace por racismo. "¿Cuántas personas quiere que le presente para que le cuenten sus casos? Aunque la sociedad española ha ido madurando, todavía hay muchísimas personas discriminadas", indica Santiago Morales, presidente de la Federación Nacional de Asociaciones de Ecuatorianos (FENADEE). "¡Eh!, negro de mierda, te estoy llamando a ti". El "negro de mierda" es un ciudadano de Malí, albañil, al que le hicieron la vida imposible en una obra de Madrid. Finalmente fue despedido. Sin llegar a esa brutalidad en el trato, Luis, de 46 años, boliviano, encajó un desprecio más sibilino durante su visita a varios comercios. "Ves cómo un empleado te sigue por los pasillos porque sospechan que no tienes dinero y puedes robar. Es muy duro que te vean así".
Juan Díez Nicolás, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, presidente de ASEP (Análisis Sociológicos, Económicos y Políticos), autor del libro Las dos caras de la inmigración, sostiene que el grado de racismo y xenofobia de los españoles depende, fundamentalmente, de cuatro variables: la edad, el nivel educativo, la ideología y la orientación hacia los nuevos valores culturales de expresión y emancipación. "En cualquier caso", añade, "la comparación con otras sociedades europeas sigue siendo favorable a España, pues los casos de violencia hacia los inmigrantes son significativamente inferiores en España". Los efectos psicológicos sobre las víctimas son demoledores. "Hay gente que llega a considerarse inferior, ciudadano de segunda categoría", explica el ecuatoriano Esteban, de 28 años, pequeño y moreno. A su hermana, rubia, la tomaron por su novia, y por una golfa, un día en que iban juntos: "Y tú, hija puta, ¿cómo puedes salir con ése?", le espetó un orate.
Los provocadores se toparon con un inmigrante físicamente fuerte, universitario, orgulloso, nada dispuesto a la abdicación. "En un aula unos compañeros españoles me pusieron una zancadilla para burlarse y quien lo hizo también acabó en el suelo. 'Oye, en tu país no existen microondas ¿verdad?', me decían".
Esteban reside en España con sus padres y su hermana. Compraron muebles, pero durante su instalación a cargo de los empleados del comercio algunos cayeron y quedaron rallados. La familia reclamó educadamente, "mire tenemos un problema...". El dueño de la tienda se puso como una hidra: "Ustedes yo no pintan nada aquí. Lárguense". Ni cortesía, ni atención posventa, ni libro de reclamaciones. "El hombre golpeaba la mesa diciendo: 'Vosotros, lo que tenéis que hacer es quedaros callados. En España mandamos los españoles".
El padre del ecuatoriano, ex militar en su país, casi llega a las manos con el iracundo. Se interpusieron sus hijos, fue avisada la policía, y el choque acabó en el juzgado, que condenó al dueño de la mueblería. Otro rifirrafe ocurrió en el metro de Valdeacederas (Madrid). Esteban picó el abono, pero se olvidó de coger un mapa, y volvió hacia la taquilla. A la vuelta, por eso de las prisas, saltó por encima del torno de acceso a los andenes, y el guardia de seguridad lo detuvo a grito pelado. "¡Es que los sudacas sois como monos, y saltando como cabras!". "Yo me disculpé. No quería evitar el pago, ya que tenía el abono mensual, pero nada", señala el ecuatoriano. "Te vas a enterar, me dijo, y me arrancó el abono". Las cosas se fueron calentando y el vigilante blandió la porra. Zarandeó a Esteban sin poder tumbarlo, ni pegarle, porque aquel le agarró de las muñecas. "La gente le pidió que se calmara, que no era para tanto, y que yo ya me había disculpado. Pensar que te consideran inferior destruye a las personas. Si estas cosas me pasan a mí, que soy universitario, me pregunto qué les pasará a los demás".
Recientemente, en la estación de Aluche (Madrid), un grupo rodeó a un peruano durante una bronca de medio pelo, que no tuvo mayores consecuencias. Uno de los vigilantes exclamó en medio de la trifulca: "¡Lo que hace falta es que vuelvan el general Franco y el Cid Campeador y expulsen a todos estos!". La reaccionaria conducta del celador fue comunicada a la policía municipal, que acudió al lugar. "Mire usted, señor", respondió uno de los agentes, "no podemos hacer nada. Eso se llama libertad de expresión".
Kamal Rahmouni, presidente de la Asociación de Trabajadores e Inmigrantes Marroquíes en España (ATIME), atribuye la opinión de los españoles sobre la inmigración a lo que leen y escuchan, "aunque cuando hablan de sus experiencias, ves que la mayoría son positivas. No hemos detectado un aumento de actos racistas, pero tampoco vamos hacia mejor. De todas formas, el 90% de los marroquíes que cumplen los requisitos para la nacionalidad española la piden".
Rahmouni y Santiago Morales, directivos de dos colectivos con cerca de un millón de personas en España, coinciden, por otra parte, en la importancia de que los medios de comunicación y los políticos cuiden sus mensajes porque el tema de la inmigración es "materia muy sensible. La gente agarra muy pronto los mensajes xenófobos". Hay que mejorar los niveles de educación desde la escuela y generar campañas de sensibilización positivas, agregan, porque si España tuviera un partido de extrema derecha, la xenofobia sería su principal bandera. "España va aceptando más a los blancos", según observa Morales. "Si usted hace una valoración de los nuevos trabajadores que se solicitan, los empresarios prefieren poner los ojos en Rumania o en Bulgaria, y no en América Latina".
Rahmouni insta a tener en cuenta que la mayoría de los inmigrantes llegó para quedarse. "Fátima limpia la casa y cuida los niños. Y si Fátima no llega a casa, la señora María no podrá ir a su oficina y puede perder el trabajo". El problema es que algunos prefieren no ir a la oficina que tener a Fátima en casa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.