La falsa integración
La vida de nueve alumnos discapacitados revela que la escuela tradicional no les sirve - La solución no es enseñarles aparte sino mejorar métodos y apoyos
-Lo que yo más recuerdo, el día que me dijeron que me tenía que ir a una clase de apoyo y ahí me encontré con los chavales esos.
-Y eso, ¿con cuántos años fue?
-Con seis años, y eso, y yo lo que pasa que ahí me sentía útil, ya los profesores de apoyo me mandaban cosas, tareas iguales que ellos, que es con lo que yo me podía defender, y ahí me sentía útil, me sentía bien (...). Eso es como si tú coges a un futbolista y lo pones de buenas a primeras en el Manchester, por poner un ejemplo, y los managers del Manchester se llevan muy bien con él, pero ahí metido juega fatal, y ahora está el otro equipo, el Recreativo de Huelva (...) y ahí juega muy bien y esto y lo otro, es donde se siente bien jugando, en el equipo inferior porque ahí se ve importante.
Los estudiantes acaban prefiriendo clases externas con chicos como ellos
Esta es parte de la historia de Sergio, un chico con discapacidad que aparece en un estudio de la profesora de la Universidad de Sevilla Anabel Moriña. Junto a la de Sergio, las experiencias escolares de otros ocho chicos y chicas con discapacidad (intelectual, del habla, de audición, de visión y de movimiento) llevan a la docente a advertir de que la integración de estos alumnos en las clases ordinarias no funciona si el único esfuerzo que se hace es reunirlos en una misma aula con el resto de compañeros.
Pero sin un apoyo adicional, dice el artículo titulado Vulnerables al silencio. Historias escolares de jóvenes con discapacidad y publicado en el último número de la Revista de Educación, se van a sentir más cómodos en clases o centros para chicos con su misma discapacidad, porque acaban siendo los menos traumáticos y hostiles. Ahí se sentirán más integrados, pero será una falsa integración. "Aunque estos centros sean para ellos los más integradores, no dejan de ser especiales y segregadores, es decir, son falsos contextos integradores. En este sentido, la educación tradicional tiene que cambiar. Es necesario revisar y mejorar las prácticas para hacer de estas aulas lugares en los que todos los jóvenes se encuentren seguros, acogidos y formen parte de una verdadera comunidad social y académica", concluye el artículo.
Lo más traumático para los chicos discapacitados en las clases ordinarias es, sin duda, la relación con los compañeros. La siguiente es parte de la historia de Desiré:
-Me trataban fatal. Los compañeros no se querían poner al lado mío (sic) nunca.
-¿Y por qué te lo hacían?
-No sé, me verían cara de mongolita o algo... No se querían poner al lado mío (...) me miraban con mala cara.
Así, las buenas relaciones de amistad y socialización les llegan en clases de apoyo o de educación especial. Cuenta Sergio:
-Y en el recreo, ¿con quién te ibas?
-Con los de apoyo.
-¿Con los de apoyo siempre? ¿Por qué?
-Porque yo me sentía ya igual que ellos.
Una parte de la investigación se hizo a base de entrevistas con los nueve jóvenes, que en el momento del estudio (realizado entre 2004 y 2007 dentro de un proyecto titulado La construcción del proceso de exclusión social en jóvenes) tenían entre 18 y 25 años. El texto advierte de que su finalidad "no es generalizar sobre las opiniones y percepciones expresadas por estos jóvenes", sino "identificar aquellas barreras y ayudas que ellos" han vivido en la escuela.
Y una parte de las barreras estaba en la falta de apoyo de los profesores. Relata Blanca:
-Por ejemplo, la profesora de lenguaje que nos daba todo por escrito y todo eso... y yo le decía que escribiera más despacio en la pizarra, y ella decía que no podía perder tanto tiempo. (...) Y si me paraba me reñía, así que tenía que pedir los apuntes a mis compañeros.
Para Blanca, la ayuda tampoco fue en ocasiones adecuada ni siquiera en las clases de apoyo:
-Yo le pedía a la logopeda que me ayudase a redactar y a resumir, y ella me decía "mira, eso a mí no me corresponde; a mí lo que me corresponde es las fotocopias que te doy (...)".
Así, resume el texto: "Las historias de esta investigación hablan de la limitada contribución de este colectivo [los profesores] a la inclusión social y académica de estos jóvenes, ya fuera por la pasividad ante sus necesidades educativas y sociales (como la ausencia de actividades educativas para determinado alumnado, inflexibilidad ante cambios metodológicos, ignorancia o permisividad ante insultos y humillaciones recibidas por sus compañeros y compañeras, etcétera) como por una excesiva atención, no demandada". Es decir, o se pasaban o no llegaban.
Por supuesto, se trata de una atención extremadamente complicada, sobre todo si hay que compaginarla con infinitos niveles de aptitudes y capacidades que se pueden encontrar en cualquier clase. Y aun así, por supuesto, siempre hay buenos docentes:
-Valoro los profesores que me han tocado buenos, porque han estado encima mío (sic) apoyándome, diciéndome "siéntate en la primera fila para yo explicarte mejor las cosas" (...). Recuerdo de ellos la paciencia conmigo. (Historia de vida de Sergio).
-O sea, decían, por ejemplo, "hay que estudiarse esta lección", y venían a ayudarme a estudiarla, a ponerme más facilidades para aprenderlo. (Historia de vida de Luisa).
Pero al final, por mucho que haya profesores buenos, lo que parece evidente es que el sistema no consigue sacar adelante a la mayoría. Se percibe con claridad entre los chavales de la muestra: de los nueve, solo dos consiguieron el título de ESO, y, de estos, solo una ha llegado a la universidad. Pero también dicen algo parecido las estadísticas generales. Es decir, que la mayoría de los discapacitados se van quedando en la cuneta a medida que cumplen años: en Primaria, los alumnos con discapacidad son el 2,3% del alumnado; en la ESO, el 1,9%, y en Bachillerato y Formación Profesional, el 0,1% y el 0,2%, respectivamente, según los datos del Ministerio de Educación.
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