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CAFÉ PEREC
Columna
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Un ventanal abierto

Enrique Vila-Matas

Creemos que, más allá de la ciudad, siempre habrá granjas, campos, sapos, árboles sempiternos y críticos literarios de primera fila, alejados de la inercia académica y en abierta batalla contra sus colegas estáticos, hasta que un día comprendemos que nada es inmutable y, además, Franz Kermode ha muerto. Adiós al gran ensayista y crítico. No era de los que, viendo incierto el futuro de su oficio, hallan en el pesimismo una excusa para la haraganería. Murió el pasado 17 de agosto, a los 90 años. Opinaba que cuanto más de vanguardia es un escritor, menos puede permitirse caer bajo este calificativo. Creo que lo mismo podría decirse de un crítico como él. Adiós a su gran ventanal abierto a Selwyn Gardens, en Cambridge.

Kermode opinaba que cuanto más vanguardista es un autor, menos puede permitirse este calificativo

Una de sus conjeturas más célebres la hallamos en El sentido de un final. Cuando decimos que un reloj hace tic-tac, sostiene Kermode, estamos otorgando al ruido una estructura ficcional, que diferencia entre dos sonidos que, físicamente, son iguales, de modo que tic sea un principio y tac sea un final. Oímos en realidad tic-tic, así que el tic-tac del reloj sería el modelo de lo que llamamos trama, una estructuración que da forma al tiempo y así lo humaniza. (Tac-tic sería en cambio la trama del Ulises, de Joyce, añade Kermode, no sin humor).

No se espera de los críticos, como se espera de los poetas, que nos ayuden a hallar sentido a nuestra vida. Quizás por eso, Kermode siempre dijo que, entre otras tareas, a los críticos les corresponde ensayar la hazaña menor de hallar sentido a las formas en que intentamos hallar sentido a nuestra vida. A esa gran hazaña menor dedicó Kermode su obra ensayística, algo que llevó muy lejos en El sentido de un final, donde analizó la eterna idea de caos y crisis, uno de los grandes enigmas de nuestra cultura.

La escena póstuma de su vida no habrá distado mucho de la que él mismo describe hacia el final de Not entitled, sus memorias. Allí nos cuenta que una voz femenina que canta a Bach le conecta de pronto con lo sagrado y le lleva a buscar en el hogar algo que perdure cuando él ya no esté y acaba encontrando en su jardín esa diosa Diana que le regalaron los amigos y que amanece a veces -diosa pasajera del arco y la flecha- con una diadema de rocío. A esa diosa pagana en el jardín inglés le lanza una mirada de despedida que es tanto un "guiño de continuidad" como una señal a la que podrán recurrir sus lectores cuando les llegue la angustia del punto final.

Precisamente esa continuidad le es imprescindible a todo narrador para ir hacia adelante en su relato. La necesita sin cesar y por eso, con intensidad, apela constantemente a ella. Lo raro para todo narrador llega cuando, al sentirse ya en el final, se ve obligado, con la misma intensidad, a ignorar esa continuidad. Pero es evidente que ningún relato puede eludir su particular momento apocalíptico, la necesidad del cierre que da sentido.

Llegado a este punto, veo la sombra del fin avanzar sobre estas líneas. Adoro la continuidad, pero ella no me quiere a mí. Debo acabar y, por tanto, trazar el sentido que le doy a mi mundo, o al mundo de este artículo, y digo, así a bote pronto, que lo mejor será abrir los ojos y contemplar el desorden. Tac-tic. No se trata de un desorden que quepa comprender. Propongo que lo dejemos entrar porque es la verdad. Propongo un ventanal abierto. Que entre el desorden en la continuidad.

Atónito ahora, observo que he abierto perspectivas. Pero también que, aún siendo el tiempo nuestro elemento, no estamos adaptados a los grandes panoramas que se nos abren a cada instante. Y es que el guiño de continuidad de Diana lo hemos leído como una señal pletórica de vida, pero las largas perspectivas parecen encadenadas a la sombra del fin.

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