Las travesuras de un Nobel formal
Como un buen premiado, Vargas Llosa cumplió el programa con intensidad y disciplina pese a que tuvo fiebre, se quedó afónico y sufrió una caída
Mario Vargas Llosa se comportó "como un Nobel excelente", acaso "el mejor que ha tenido la Academia Sueca", como dice su agente, Carmen Balcells, pero "le ha pasado de todo en Estocolmo" por culpa del clima, de las exigencias de los fotógrafos y de sus propias "travesuras". Lo último, "un fiebrón" que lo tumbó en público la noche en que los peruanos le rendían homenaje, el jueves víspera del acto con el rey de Suecia.
Ya no tiene 20 años, dice él mismo, "y por eso me presté a hacer piruetas para una foto que me pidió un retratista sueco. Póngase así, póngase asá, ¡cómo si yo fuera uno de mis nietos! Y, claro, haciendo esas travesuras me caí". Él describe las consecuencias con menos eficacia que su entorno, aunque sea el Nobel. Esa caída le dejó "el culo morado", con un hematoma terrible, como dice la primera gente que le atendió; en todo caso, y esta frase es de su agente, "¡se pegó un culazo de aúpa!".
Ese "culazo" fue lo de menos, pues la hinchazón progresiva de la nalga solo podía vérsele en la intimidad. Lo que le pasó verdaderamente grave a Mario Vargas Llosa, el autor de El hablador, es que perdió la voz, y la perdió por completo, la misma mañana del martes, el día más importante de su actuación como Nobel 2010, cuando tenía que pronunciar un discurso que luego le haría llorar. Él lo comentaba "divertido, porque qué vas a hacer" la mañana del viernes, cuando se le había atenuado la afonía "un poco, pero ves que no puedo hablar, viejo". Estaba más tranquilo porque ese día tan solo tenía que leer un folio, el brindis que convirtió en un cuento en el que él era el protagonista afortunado ganador de un premio que dan en Suecia, "este curioso país".
Pero la afonía fue algo muy serio; ocurrió porque no se cuida, dicen alrededor. El domingo por la noche, cuando llegó de Madrid a Estocolmo, fue recibido por una ola de frío, y aún así insistió en ir caminando hasta el restaurante; posó en la calle para los fotógrafos, y convirtió su regreso al hotel, otra vez, en una especie de peregrinación atlética. Al día siguiente siguió creyendo que tiene 20 años, y de nuevo insistió en desafiar el frío como si fuera un juego de nietos. Total, resfriado, y la voz que se le fue como por un sumidero.
Había que verlo esa mañana. Él es "el hombre más cumplidor del mundo", decía su agente, y dice su edecán vigilante de estos días, Juan Iborra; así que insistió en ir a todas las cosas, en cumplir todos los compromisos, como si hubiera firmado un contrato que le obligara a vivir sometido a las reglas estrictas del Nobel. ¡Y no podía hablar! Esa mañana que comprobó que lo del culo no era nada, lo grave era la voz, empalideció de pronto, agarró por el brazo al edecán que le puso la Academia y emprendieron viaje a un hospital, a que le pincharan.
Ni así. Por la tarde, con la garganta indecisa y el trasero protestando, acometió la tarea que ni soñó cuando la madre lo llamaba Marito o cuando el padre le recriminaba dedicarse a "esas mariconadas" de la literatura: hablar ante la Academia Sueca para agradecer el premio más grande que puede soñar un escritor. Hubo un instante en que se olvidó de la voz y de los dolores que le produjeron las travesuras suyas y del fotógrafo. Y lloró. Ya eso es leyenda.
Lo cierto es que esos dos incidentes marcaron la historia de la semana en la que Mario Vargas Llosa se convirtió en el premio Nobel de Literatura. Desde el primer día, desde aquel 7 de octubre en que Peter Englund, el secretario perpetuo de la institución académica sueca, le contó, entre ruidos eléctricos, que era el Nobel, Vargas Llosa "ha vivido un cuento de hadas". Eso lo dice el hijo Álvaro. Los hijos y los nietos han vivido la misma ensoñación, en la que Patricia ha sido figura principal, la protagonista más directa de lo más importante y grave de su discurso.
Pero vayamos por partes. Los hijos y los nietos lo han vivido como una fiesta, aunque lloraran. El día en que Mario pronunció su discurso esos siete miembros jóvenes de la familia fueron convidados a subir al estrado que luego ocuparía el padre; y allí los tres hijos y los cuatro nietos adolescentes "fuimos Nobeles no oficiales", presentados, además, uno a uno, "ante un inexistente auditorio" por el propio Englund.
Fue una risa que ellos se guardan. El llanto tiene otra historia. Cuando bajó del atril Vargas Llosa, acosado aún por miles de manos que querían tocarlo como si fuera un aparecido, exclamó: "¡Y yo que nunca lloro!". Pocos sabían allí que el Nobel, que jamás miente, "y así me va", dice, riendo, ahí mintió. Ha llorado, poco, pero ha llorado "cuando tocaba". Su gran amigo Fernando de Szyszlo, "con el que jamás he tenido una disensión, desde 1958", explicó después de la cena de los amigos peruanos (120, mal contados), que él vio llorar a Mario las dos veces en que lo ha hecho a lágrima viva.
Una vez fue cuando murió su madre, a la que él adoraba, "la mujer que convirtió mi infancia en un paraíso"; fue hace una década, ella estaba en la clínica San Felipe de Lima, Perú "era la dictadura de Fujimori", y Mario se acercó a la habitación de la que salía su tío Pedro, médico. "Tu madre murió, Mario". Y ahí, aquel que fue Marito para ella y Zavalita para la mitología que él empezó a crear, prorrumpió en un llanto prolongado y tristísimo. Hubo un llanto distinto, como de fin de etapa, de la tristeza que guarda el tiempo para una ocasión así cuando murió su amiga Blanca Varela, hace dos años. La poeta era la ex esposa de Szyszlo y Vargas Llosa la quería con la pasión de un lector fieramente humano. "Y se rompió. Mario llegó, la vio, y se rompió. Mario no pudo más. Era un llanto extrañísimo, el llanto más dramático que he visto en mi vida".
Szyszlo no es un amigo casual; es el amigo de presencia más prolongada en la vida del Nobel de Literatura. Él dice que le quiere desde que lo vio, y por una circunstancia muy particular: Mario tenía 22 años, se iba a Europa, "a hacerse escritor de tiempo completo", y fue a ver al artista, uno de los más importantes, entonces y ahora, de América, un hombre que conoció a Picasso y a Óscar Domínguez, y que, a los 85 años, vive la alegría del Nobel, quizá, como la de un hijo... "Me vino a ver para pedirme un grabado para ilustrar una antología de César Moro... No es común que un joven escritor pida algo para otro escritor, y eso me sorprendió".
Luego han sido cómplices en la vida, en el arte, en la política... Combatieron juntos a Alan García y a Fujimori, y ahora, lo que es la vida, Fujimori está en la cárcel, "por ladrón", y Alan García, presidente de Perú, le ha encargado a Fernando de Szyszlo, a quien todos llaman Gody, ejercer de "ministro plenipotenciario de Perú" para estos actos de Estocolmo. "¡Me ofrecieron incluso un pasaporte de embajador! Pero no lo he ido a recoger".
¿Y qué le mantuvo cerca de Mario, y viceversa, durante tanto tiempo? Szyszlo: "Su inocencia, su entusiasmo. Su generosidad". Vargas: "La lealtad. Nunca hemos tenido ninguna sombra. Nos adivinamos el pensamiento, y jamás nos ha desunido nada".
Una amistad muy especial. Le pregunté a Gody qué se siente ante la alegría de un amigo. ¿Rejuvenece? "No. Nunca había notado tanto que tenía 85 años como ahora. Ya mi vida es solo presente. Y Mario ahora inaugura otro futuro".
Mario está feliz, su hijo Álvaro lo define bien: "Vive un cuento de hadas. Lo vivimos con él". Se "acojonó", dice el propio Nobel, al ver que "mi cuerpo mandaba mensajes tan evidentes de que ya estaba definitivamente cumpliendo la edad que tengo. Ese fiebrón que me entró la noche del homenaje que me hicieron los peruanos fue una señal. Se acabó, el cuerpo avisa". Pero acá está, muy feliz. Le hizo mucha gracia que se publicara ese dibujo en un periódico peruano en el que aparece declarando su amor a Perú: "Llevo a Perú en las entrañas". Y Fujimori, cuyo personaje dice: "¡Y yo me lo llevé en 12 maletas a Japón!".
Ríe a carcajadas; ha leído algunos ataques que ha recibido en España. "¡Dicen que Bush habla por mi boca! Agradezco que me ataquen, han dicho tantas cosas buenas de mí que parece que me van a convertir en una estatua. ¡Esas críticas y Patricia son las cosas que me jalan hacia abajo, lo que me quita la tentación de la vanidad! Me recuerdan que estoy vivo!".
-Por cierto, Patricia, ¿sigue usted creyendo que su marido solo sirve para escribir?
-¡Clarísimo! Si yo te contara: le dejé solo en un viaje reciente a Italia. Miró el billete, se fijó en la hora de su llegada a Madrid, y no en la hora de su salida, ¡y no sabía cómo regresar de Italia! ¡Un incompetente total!
Babelia
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